La repetici¨®n
El ad¨²ltero, con la ropa hecha un ovillo entre los brazos, fue a caer al fondo del armario, como el protagonista de una historia grosera. No puede ser, no puede ser, se dijo, pero ah¨ª estaba la vida, imitando al chiste una vez m¨¢s; al chiste, no al arte. Era la tercera o la cuarta ocasi¨®n en que a lo largo de ese mes se ve¨ªa atrapado en una postura grotesca, pese a que ¨¦l provocaba situaciones de las que pretend¨ªa obtener, sin ¨¦xito evidentemente, beneficios de orden literario. Record¨® un cuento (?de Bradbury?), en el que aparec¨ªa el inventor de todos los chistes que circulaban por el mundo, y no era sino un viejo amargado que viv¨ªa solo en medio del desierto. Pero sus historias ten¨ªan la capacidad de convertirse en modelos, o en ¨®rdenes, que la realidad se encargaba de cumplir a lo largo y ancho del mundo. En este caso, a las 9.30 de un mi¨¦rcoles de septiembre, y en la calle de Pr¨ªncipe de Vergara, a dos pasos del sanatorio del Rosario, en el que el ad¨²ltero hab¨ªa venido al mundo para acostarse con las mujeres de los otros. Si la coincidencia tuviera alg¨²n significado, ser¨ªa sin duda tan grotesco como esa posici¨®n fetal en el armario, desde la que s¨®lo pod¨ªa ser alumbrado al rid¨ªculo.El ad¨²ltero era bastante claustrof¨®bico, as¨ª que cerr¨® los ojos y continu¨® encadenando reflexiones que atenuaran la tensi¨®n nerviosa. Desde el otro lado de la vida, llegaba el rumor de la conversaci¨®n entre su amante y el marido de ella. Hablaban en un tono casual, neutro, pero esa falta de ¨¦nfasis era la que en los buenos relatos de terror preced¨ªa a la cat¨¢strofe. Sin embargo, y eso era lo sorprendente, no ten¨ªa miedo ni sensaci¨®n de ahogo, como habr¨ªa sido de esperar: algo raro estaba pasando. Sin duda, el aire se renovaba a trav¨¦s de mil rendijas invisibles. En una pel¨ªcula hab¨ªa visto morir a alguien de asfixia dentro de un armario, pero el asesino hab¨ªa tenido que sellar, todas las junturas con una especie de cinta aislante, muy ancha, que se usaba en fontaner¨ªa. Levant¨® la mano con idea de retirar la prenda que le hac¨ªa cosquillas en el hombro y dedujo que era la punta de una corbata. Se hallaba, pues, en la zona del armario perteneciente al marido. Tal vez deber¨ªa, conquistar el otro extremo, por si acaso. En este caso, le pareci¨® escuchar el golpe caracter¨ªstico de la puerta de la calle y al poco oy¨® los pasos de la mujer que entr¨® en el dormitorio y abri¨® el armario con expresi¨®n descompuesta, aunque intentando construir una sonrisa.
-No tiene ninguna gracia -dijo ¨¦l saliendo de la oscuridad.
-Hab¨ªa olvidado unos documentos importantes, pero se ha excitado al verme as¨ª, ya ves t¨², y quer¨ªa que lo hici¨¦ramos en la cama. Lo he pasado fatal.
El ad¨²ltero se visti¨® y se march¨® en seguida, algo celoso, para no dar al destino m¨¢s oportunidades de que aquello terminara como un chiste barato, en el caso de que hubiera chistes caros. Pero una vez a salvo, en la oficina, al recordar la situaci¨®n, supo que dentro del armario, a pesar del miedo, hab¨ªa sentido durante uno o dos segundos, quiz¨¢ tres, una sensaci¨®n de plenitud inexplicable cuyos efectos a¨²n permanec¨ªan. Para decirlo en dos palabras: la idea que ahora consigui¨® verbalizar es que durante aquellos instantes, ¨¦l hab¨ªa sido el centro del mundo, y que desde su cuerpo encogido se hab¨ªa generado todo lo dem¨¢s: las habitaciones de la casa, las mesas, las sillas, los vecinos, las neveras, las calles, las plazas, las autopistas. Y a¨²n despu¨¦s, las ciudades, los montes, los r¨ªos, y, desde luego, Europa, Asia, ?frica, Am¨¦rica, Ocean¨ªa.
Durante toda la semana prob¨® a reproducir esa sensaci¨®n en otros armarios empotrados, incluido el de su propia casa, pero de todos fue rechazado por los jugos ¨¢cidos de la claustrofobia. As¨ª que el mi¨¦rcoles siguiente se present¨® a la hora habitual en casa de su amante, dispuesto a repetir la experiencia. Pero ¨¦sta no le dej¨® entrar por miedo, dijo, a que sucediera lo de la semana anterior, y le despidi¨® all¨ª, al pie del telefon¨¦alo, para siempre. Desde entonces, el ad¨²ltero se siente exc¨¦ntrico respecto a la realidad y no ha hallado todav¨ªa una nueva aventura, bien bien intrauterina, que le haya devuelto aquella sensaci¨®n de paz inexplicable. Y por eso repite.
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