Dos derechos conflicto
El conflicto entre el derecho a la intimidad y el derecho a la libertad de informaci¨®n existe desde siempre y, probablemente, jam¨¢s podr¨¢ ser resuelto de manera ideal. Es uno de los conflictos t¨ªpicos de la democracia, de ese sistema lleno de contradicciones que Fromm defini¨® como "fuga de la libertad". No obstante, es un conflicto que, por suerte, no afecta a todas las sociedades por igual ni a todos los ciudadanos. Por suerte tampoco se manifiesta en todas partes de una manera tan dr¨¢stica como en el caso de la princesa Diana, de su tr¨¢gica vida y tr¨¢gica muerte. Y es que, en este caso, como en casi todos, cuando profundizamos nuestro an¨¢lisis de un problema tratando de llegar hasta sus causas primarias, nos convencemos de que lo principal es el nivel de cultura existente. En los ¨²ltimos decenios se ha producido una aut¨¦ntica revoluci¨®n en la difusi¨®n de la informaci¨®n que ha dado vida a una numeros¨ªsima capa social que trabaja en los medios de comunicaci¨®n o de alguna manera vive de ellos. Pero, como suele, ocurrir en todas las revoluciones, llegan a los lugares en que se adoptan decisiones, personas carentes de preparaci¨®n profesional, personas de ¨¦tica empobrecida. El periodismo del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX era un periodismo ejercido por gente muy preparada, por gente de alto sentido de la honestidad, con un c¨®digo ¨¦tico muy riguroso que, con lo que escrib¨ªa, se hac¨ªa con un nombre prestigioso, con una influencia palpable. Hoy la profesi¨®n de periodista ha sufrido una catastr¨®fica comercializaci¨®n y han desaparecido pr¨¢cticamente de ella los nombres, porque la inmensa mayor¨ªa de los periodistas trabaja en el m¨¢s absoluto anonimato. Ese periodista sin nombre no tiene necesidad de personalidad alguna y, cuando el trabajo no est¨¢ personalizado, no requiere responsabilidad. Por otro lado, en el periodismo de hoy hay una competencia desenfrenada y salvaje. Cuando es esa la competencia que impera, la ¨¦tica, por fuerza, queda apareada. La profesi¨®n period¨ªstica ha perdido sus cualidades como el dinero. Antes era de oro, ahora es de papel y aluminio. ?C¨®mo se puede esperar que la intimidad pueda ser respetada por profesionales sin preparaci¨®n, sin escr¨²pulos y sin responsabilidades?Cuando el nivel de cultura de una sociedad es alto o su tolerancia para los dem¨¢s muy elevada no se acepta la violaci¨®n de la intimidad ajena. Hay pa¨ªses, como, por ejemplo, los escandinavos, en os que la vida privada de los famosos a nadie interesa y otros, como los pa¨ªses anglosajones, donde ese inter¨¦s raya a veces con la obsesi¨®n. Mientras en el Reino Unido las vivencias sent¨ªmentales de los famosos hacen vibrar a las masas, en Francia, por ejemplo, a nadie extra?a ni interesa demasiado que un pol¨ªtico tenga una aventura amorosa. Esa desesperaci¨®n por conocer con pelos y se?ales la vida ¨ªntima de los famosos es un rasgo caracter¨ªstico de la cultura anglosajona. Lo que pasa es que los diarios y las cadenas de televisi¨®n m¨¢s potentes pertenecen a esa cultura y propagan sus h¨¢bitos y costumbres en el mundo entero. Eso hace que tengamos la sensaci¨®n de que en todas partes existe la necesidad de conocer la vida privada de los famosos. Pero no es as¨ª. En Polonia, los intentos de implantar esa moda no dan resultado, y no hablemos ya de culturas como la china o las africanas. Cuando analizamos el conflicto entre el derecho a la intimidad y el derecho a la libertad de informaci¨®n tenemos que ser conscientes de que, en muchos casos, hay una aut¨¦ntica simbiosis entre los reporteros y sus supuestas v¨ªctimas. Es evidente que sin los famosos los paparazzi no tendr¨ªan de qu¨¦ comer, pero no es menos verdad que los grandes de este mundo necesitan a los paparazzi para mantenerse en la cumbre de la fama. Sin una presencia constante de sus nombres y fotograf¨ªas en los medios de comunicaci¨®n, el mundo, con la cantidad de cosas interesantes e importantes que pasan a diario, se olvidar¨ªa inmediatamente de ellos.
Hay, pues, una simbiosis permanente, aunque puedan darse casos, y el de Diana fue uno de ellos, en los que esa dependencia mutua agobia al famoso hasta hacerle la vida imposible. Ahora bien, ?qui¨¦n se puede creer que los m¨¢s ricos, potentes y famosos de este mundo no tengan medios para aislarse, si lo desean, de los agobiadores reporteros?
La existencia de esa simbiosis y el agobio consentido son dos aspectos que obligan a ser cautos al responsabilizar s¨®lo a la prensa, s¨®lo a los reporteros, del acoso que sufren los famosos. La prensa es muy diversa y no puede ser condenada de manera general. Hay prensa de gran nivel intelectual y cultural que tambi¨¦n se interesa por la vida privada de las estrellas y prensa amarilla que pr¨¢cticamente vive s¨®lo de los esc¨¢ndalos y de los trapos sucios. Por eso hay que criticar los programas de televisi¨®n o diarios concretos y, sobre todo, a los periodistas concretos, cuando lo que hacen es vergonzoso.
Cuando se producen tragedias como la de la princesa de Gales, la gente com¨²n, conmocionada, suele buscar inmediatamente a un culpable. En este caso fueron se?alados como tales los periodistas y la prensa, pero esa acusaci¨®n es falsa e injusta. La gente tendr¨ªa que hacerse la pregunta de por qu¨¦ existe la prensa amarilla. La respuesta evidente es: porque tiene mercado, porque hay una gran parte de la sociedad, en unos pa¨ªses mayor que en otros, que se desvive por conocer la vida de los famosos, por conocer su intimidad. Es un fen¨®meno psicol¨®gico muy curioso. Esa gente, leyendo las noticias o art¨ªculos sobre las estrellas o vi¨¦ndolas en programas de la televisi¨®n, siente como si participase en la vida deslumbrante que llevan los famosos. El lector de pocos medios, que jam¨¢s podr¨¢ alojarse en el hotel m¨¢s caro de Saint Tropez, quiere saber c¨®mo se vive en un lugar as¨ª, y quienes relatan con pelos y se?ales la vida de las estrellas le ofrecen la posibilidad de conocer los lugares m¨¢s lujosos y caros del mundo y los h¨¢bitos que imperan en el c¨ªrculo que los frecuenta. Es una nostalgia, una necesidad humana muy natural, aunque al mismo tiempo sea poco edificante. La prensa sensacionalista y la prensa del coraz¨®n salen al encuentro de esas necesidades. Responden a una demanda concreta. Las ¨¦lites siempre, ya en los tiempos de Roma y luego en la Europa de las grandes cortes reales, interesaron a las masas.
La tragedia de la princesa de Gales conmocion¨® al mundo, pero tengo una seguridad casi absoluta de que, despu¨¦s de ella, nada cambiar¨¢ en el comportamiento de la prensa y de los periodistas. Tampoco cambiar¨¢ el comportamiento de las estrellas. Y es que el conflicto entre el derecho a la intimidad y el derecho a la informaci¨®n, por suerte, no tiene soluci¨®n. Su soluci¨®n, cualquiera de ellas, significar¨ªa una mutilaci¨®n de la democracia, significar¨ªa el fin de ese rasgo fundamental del sistema que es el enfrentamiento constante y eterno de intereses y tendencias opuestas.
Por eso, como periodista, tengo que rechazar toda soluci¨®n que imponga la supremac¨ªa de uno de esos dos derechos. Si yo tuviese que buscar una soluci¨®n al problema lo har¨ªa centr¨¢ndome en la ¨¦tica, en la honestidad profesional, pero no tanto del reportero, del paparazzi, sino empezando por el editor del diario o del programa de televisi¨®n, por el jefe de la redacci¨®n. El paparazzi es, de todos ellos, el menos culpable, porque es m¨¢s un instrumento que otra cosa. Tambi¨¦n deber¨ªa existir una legislaci¨®n que protegiese mejor la privacidad de la persona que realmente desease aislarse de los informadores. En Francia la tienen. Cuando falleci¨® Mitterrand su m¨¦dico public¨® un libro sobre la enfermedad que acab¨® con la vida del presidente franc¨¦s. El tribunal de Par¨ªs orden¨® al d¨ªa siguiente confiscar toda la tirada y as¨ª lo hizo. Pienso que ese tipo de legislaci¨®n deber¨ªa existir para que el famoso, si quiere proteger su intimidad, pueda hacerlo de manera eficaz.
Ryszard Kapuscinski es escritor y periodista polaco.
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