Consuelo de los afligidos
Esta plaza sombr¨ªa, dos veces m¨¢s sombr¨ªa porque esta noche lucen intermitentes -los faroles, se eleva sobre un -mont¨ªculo de la calle de la Princesa, pero su otrora privilegiada ubicaci¨®n no le depara hoy un horizonte despejado. Del otro lado de la principesca calle se levantan impenetrables las moles de la plaza de los Cubos, donde acampan los cabezas cuadradas y rapadas, y se yergue el menhir de hormig¨®n de la Torre de Madrid. Tan se?eros megalitos constituyen un formidable y deslumbrante biombo cuyas luminarias alumbran hoy la discreta plazuela, desasistida de las suyas, que parpadean espasm¨®dicamente.Maldice al Ayuntamiento y sus luminot¨¦cnicos un ciudadano al que su perro, un gran samoyedo blanco y polar, ha sacado a pasear esta noche, y maldice a su can, que insiste en hociquear entre los barrotes de los desolados juegos infantiles, hostiles maquinarias de hierro, aut¨¦nticos instrumentos de tortura, un embarrado campo de minas antiespinillas que atrae irresistiblemente la atenci¨®n del can.
Desde la calle de la Princesa, una escalinata barroca, que se desenrosca alrededor de una historiada fuente con delfines her¨¢ldicos, asciende hasta la plaza, adornada de grafitos juveniles. El remate coronado de blancos floripondios sirve por la parte que da a la plaza como improvisado monumento en homenaje al eminente bi¨®logo don Jaime Ferr¨¢n. La somera placa que honra la memoria del investigador del c¨®lera y de la rabia se enfrenta a este paisaje de ¨¢rboles desmayados y faroles que gui?an.
Al fondo, a la izquierda y a la derecha, un restaurante vascongado y dos tabernas ecl¨¦cticas abren sus puertas a los escasos viandantes que deambulan por la que un d¨ªa tuvo por triste gala llamarse plaza de los Afligidos. Tal denominaci¨®n se refer¨ªa a la imagen de Nuestra Se?ora de los Afligidos, que se veneraba en un convento hoy desaparecido. Aunque desde 1895 la plaza lleva el nombre del ilustre tribuno decimon¨®nico don Cristino Martos, los madrile?os, cuenta el cronista Pedro de R¨¦pide, siguieron llam¨¢ndola por su antigua denominaci¨®n, que desgraciadamente le sigui¨® cuadrando por muchos a?os. Durante el franquismo, por ejemplo, en un impersonal edificio de oficinas que hace esquina con la calle de San Bernardino, se encontraba una siniestra delegaci¨®n de los redundantes sindicatos nacionalsindicalistas y verticales. Aqu¨ª estaba el v¨¦rtice donde converg¨ªan con sus aflicciones los desempleados, reclamantes y peticionarios, condenados a un tormento interminable de pasillos, p¨®lizas, colas y ventanillas, a ver si les tocaba algo, aunque fuese la pedrea de la tan cacareada y pregonada justicia social.
Hoy campea en el inmueble el pend¨®n de Comisiones Obreras como un acto de justicia distributiva, pero sobre la plazuela a¨²n se deja sentir el peso de las aflicciones que sufre a diario la banda salarial en su eterno enfrentamiento con la banda patronal. En el acogedor bar de enfrente, afiliadas, afiliados y simpatizantes de la causa comentan las ¨²ltimas incidencias de la contienda ensartando aceitunas y boquerones en vinagre como si fueran taimados capitalistas neoliberales, flexibilizadores de plantillas y optimizadores de recursos. En la otra taberna de la plaza, la parroquia se decanta por el mus, el lac¨®n y la oreja de cerdo.
Junto al remate de la escalera permanecen cerradas las puertas de Lennon, disco-pub que sustituy¨® en este local a La Malmaison, una bo?te de buen¨ªsima mala reputaci¨®n en tiempos del sindicalismo vertical y de pazguata moralidad p¨²blica y nocturna, cuando, ante todo, hab¨ªan de guardarse. las apariencias aunque no enga?aran a nadie.
A don Cristino Martos, impecable orador de hel¨¦nica prosa (R¨¦pide d¨ªxit), le cupo la mala suerte de compartir sus jornadas parlamentarias con el fogoso y b¨ªblico tribuno don Emilio Castelar, mucho m¨¢s apreciado entre la afici¨®n por su florida ret¨®rica.
Quiz¨¢ esa preferencia explique que a Castelar le corresponda una espl¨¦ndida glorieta de la Castellana con monumento a juego, y a don Cristino, esta afligida aunque c¨¦ntrica plaza que tambi¨¦n tiene sus encantos. El toque alegre, pintoresco y burl¨®n lo pone el edificio situado en la esquina de Duque de Osuna, calle demediada que desciende en rampa hacia Princesa. Sobre cada uno de los balcones de esta casa figura un p¨ªcaro dibujo de Antonio Mingote.
En la media calle, pues s¨®lo tiene una acera, del Duque de Osuna, ¨¦sta es la ¨²nica casa habitada; a sus pies, un restaurante indio ofrece sus picantes especialidades, y el resto son puertas desvencijadas de viejos talleres, comercios cerrados y balcones ciegos y mudos bajo el reflejo inclemente de los neones y las luci¨¦rnagas comerciales del primer tramo de la calle de la Princesa.
La plaza de don Cristino es un viejo campo de batalla donde yacen enterrados los restos de palacios y edificios eclesi¨¢sticos como la capilla de La Cara de Dios o el convento de San Joaqu¨ªn, donde se veneraba a la mentada Virgen de los Afligidos. La plaza de Cristino Martos parece a punto de despe?arse sobre el cauce de la calle de la Princesa y desaparecer en el tumulto, devorada por el turbi¨®n del siglo XXI, que no est¨¢ para ret¨®ricas, aflicciones o reivindicaciones. La plaza de Cristino Martos siempre estuvo comprimida en los confines de un barrio palaciego, constre?ida por los poderosos contrafuertes de la trasera del cuartel de Conde Duque y los aleda?os del palacio de Liria, que un d¨ªa se ense?ore¨® de este barrio fronterizo en el que se refugian algunos restaurantes de m¨¦rito, tabernas y mesones blasonados y amparados al cobijo palaciego en un laberinto de callejones escoltados por caserones decr¨¦pitos que sus caseros contemplan con la esperanza de una inminente ruina que les permita levantar un bodrio m¨¢s rentable.
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