La isla de Mandela
Cuando, en el invierno de 1964, Nelson Mandela desembarc¨® en Robben Island para cumplir su condena de trabajos forzados a perpetuidad, aquella isla llevaba a cuestas m¨¢s de tres siglos de horror. Los holandeses primero, luego los brit¨¢nicos, hab¨ªan confinado all¨ª a los negros reacios a la dominaci¨®n colonial, a la vez que la utilizaban tambi¨¦n como leprosorio, manicomio y c¨¢rcel para delincuentes comunes. Las corrientes que la circundan y los tiburones daban cuenta de los temerarios que intentaban escapar de ella a nado. Cuando se estableci¨® la Uni¨®n Sudafricana, el gobierno dej¨® de enviar a Robben Island a locos y leprosos; desde entones, fue ¨²nicamente prisi¨®n de forajidos y rebeldes pol¨ªticos.Hasta algunos a?os antes de que Mandela ingresara al penal, el gobierno del apartheid, que se inici¨® en 1948 con la victoria electoral del Partido Nacional de Hendrik Verwoerd, ten¨ªa mezclados a presos comunes y pol¨ªticos, a fin de que aqu¨¦llos atormentaran a ¨¦stos. Esa pol¨ªtica ces¨® cuando las autoridades advirtieron que la cohabitaci¨®n permit¨ªa el adoctrinamiento de muchos ladrones, asesinos o vagos, que, de pronto, pasaban a secundar a una de las dos principales fuerzas de la resistencia: el Congreso Nacional Africano (ANC) y el Congreso PanAfricano (PAC). Pero, aunque comunes y pol¨ªticos se hallaban separados, dentro de estos ¨²ltimos hab¨ªa tambi¨¦n una r¨ªgida divisi¨®n, cuando Mandela lleg¨®; los dirigentes considerados de alta peligrosidad, como era su caso, iban a la llamada Secci¨®n B, donde la vigilancia era m¨¢s estricta y a los m¨²ltiples padecimientos se a?ad¨ªa el de vivir casi en permanente soledad.
Su celda, la n¨²mero cinco, que ocup¨® durante los dieciocho a?os que estuvo en la isla -de los veintisiete que pas¨® en prisi¨®n- tiene dos metros por dos metros treinta, y tres de altura: parece un nicho, el cubil de una fiera, antes que un aposento humano. Las gruesas paredes de cemento aseguran que sea un horno en verano y una heladera en invierno. Por la ¨²nica ventanita enrejada se divisa un patio cercado por una muralla en la que, en los tiempos de Mandela, se paseaban guardias armados. ?stos eran todos blancos y, la inmensa mayor¨ªa, afrikaans, as¨ª como los penados de Robben Island eran todos negros. Los presos de raza blanca ten¨ªan c¨¢rceles separadas, y lo mismo los mestizos de origen indio o asi¨¢tico, llamados Coloured por el sistema.
El apartheid era algo mucho m¨¢s profundo que una segregaci¨®n racial. Dictaminaba una compleja escala en el grado de humanidad de las personas, en la que, a la raza blanca correspond¨ªa el tope, al negro el m¨ªnimo, y a los h¨ªbridos cuotas mayores o menores de coeficiente humano seg¨²n los porcentajes de blancura que detentara el individuo. El sistema carcelario sudafricano aplicaba rigurosamente en 1964 esta filosof¨ªa que Hendrik Verwoerd -un intelectual m¨¢s que un pol¨ªtico- hab¨ªa defendido en su c¨¢tedra de sociolog¨ªa de la Universidad de Stellenbesh, antes de que, en 1948, la mayor¨ªa del electorado blanco de Sud¨¢frica la hiciera suya. Ella determinaba un r¨¦gimen diferente de alimento, vestido, trabajo y castigos para el penado seg¨²n la coloraci¨®n de su piel. As¨ª, en tanto que el mulato o el hind¨² ten¨ªa derecho a la "Dieta D", que inclu¨ªa pan, vegetales y caf¨¦, los negros, merecedores de la "Dieta F", estaban privados de esos tres ingredientes y deb¨ªan sustentarse s¨®lo con potajes de ma¨ªz. Incluso en las dosis de los alimentos que compart¨ªan la discriminaci¨®n era inflexible: un coloured recib¨ªa dos onzas y media de az¨²car por d¨ªa y un negro apenas dos. Los mestizos dorm¨ªan sobre un colch¨®n y los africanos en esteras de paja; aqu¨¦llos se abrigaban con tres frazadas; ¨¦stos, con dos.
Mandela acept¨® sin protestar estas diferencias en lo que concern¨ªa a la alimentaci¨®n y a la cama, pero, en cambio, con la manera respetuosa que siempre luci¨® y que nunca dej¨® de aconsejar a sus compa?eros que emplearan con las autoridades del penal, anunci¨® a ¨¦stas que no se pondr¨ªa los calzones cortos que el r¨¦gimen prescrib¨ªa para los presos de raza negra (con prop¨®sitos humillantes, pues era el uniforme de los dom¨¦sticos de color en las casas de los blancos). De nada valieron amenazas, sevicias, el aislamiento total y otros castigos feroces, como el del "cuadrado", que consist¨ªa en permanecer inm¨®vil, horas de horas, dentro de un peque?o rect¨¢ngulo, hasta perder el sentido, una de las torturas que m¨¢s suicidios provoc¨® entre la poblaci¨®n carcelaria. Al final, los presos pol¨ªticos de Robben Island recibieron los pantalones largos que hasta entonces s¨®lo correspond¨ªan a blancos y mestizos.
La jornada comenzaba a las cinco y media de la ma?ana. El penado ten¨ªa derecho a salir de su celda por unos minutos a vaciar el balde de excrementos y a asearse en un lavador com¨²n; aunque estaba prohibido cruzar palabra con el vecino, en aquellos momentos compartidos en la madrugada con los compa?eros de la Secci¨®n B eran posibles, a veces, r¨¢pidos di¨¢logos, o por lo menos una comunicaci¨®n silenciosa, corporal y visual, que levantaba el ¨¢nimo. Despu¨¦s del primer potaje de ma¨ªz del d¨ªa, los presos sal¨ªan al patio, donde, sentados en el suelo, muy separados uno de otro y en silencio, picaban vol¨²menes de piedra caliza con una peque?a pica y un martillo de metal. A media ma?ana y a media tarde ten¨ªan derecho a un reposo de media hora, para dar vueltas al patio y desentumecer las piernas. Recib¨ªan otros dos potajes, uno al medio d¨ªa y otro a las cuatro de la tarde, en que eran encerrados en las celdas hasta el d¨ªa siguiente. El foco de luz de cada cubil permanec¨ªa encendido las veinticuatro horas.
Los presos pol¨ªticos ten¨ªan derecho a recibir una visita de media hora cada seis meses, siempre que no estuvieran sufriendo un castigo. Aqu¨¦lla se llevaba a cabo en una habitaci¨®n en que penados y visitantes se hallaban separados por una pared de vidrio con peque?os orificios, en presencia de dos guardas armados que ten¨ªan obligaci¨®n de interrumpir la conversaci¨®n en el instante mismo en que ella se apartara del tema familiar y rozara la actualidad o asuntos pol¨ªticos. Pod¨ªan tambi¨¦n escribir y recibir dos veces al a?o una carta que, antes, pasaba por una rigurosa censura que tachaba todas las frases que estimaba sospechosas, capaces de esconder alg¨²n mensaje pol¨ªtico.
Esta rutina enloquecedora, orientada a destruir la humanidad del penado, a embrutecerlo y privarlo de reflejos vitales, de la m¨¢s elemental esperanza, no consigui¨® su objetivo en el caso de Nelson Mandela. Por el contrario; el testimonio de sus amigos del ANC y de los adversarios del PAC, que compartieron con ¨¦l los a?os de Robben Island, es contundente: cuando, a los nueve a?os de estar sometido a semejante r¨¦gimen, ¨¦ste se atenu¨®, y pudo, por fin, estudiar -se gradu¨® de abogado por correspondencia en la Universidad de Londres-, cultivar un peque?o jard¨ªn y alternar con losotros presos pol¨ªticos de la isladurante las horas de trabajo com¨²n en la cantera de piedra caliza situada a media milla del penal y en los recreos, se hab¨ªavuelto un hombre m¨¢s sereno yprofundo de lo que era antes deentrar a la c¨¢rcel. Y adquirido una lucidez y sabidur¨ªa pol¨ªticasque fueron determinantes paraque su autoridad se impusieraprimero sobre sus compa?erosde Robben Island, luego sobre elCongreso Nacional Africano, y, finalmente, sobre el pa¨ªs entero,al extremo -casi c¨®mico- de que hoy d¨ªa, en Sud¨¢frica, uno oye por doquier a los blancos,afrikaans, ingleses o de otros ancestros europeos, lamentarse dela decisi¨®n de Mandela de no presentarse en las pr¨®ximas elecciones y haber cedido la presidencia del ANC a Thabo Mbeki. En efecto, lo extraordinario de lo ocurrido con Mandela en su primera d¨¦cada en Robben Island, en que estuvo inmerso en ese sistema infernal, no es que no perdiera la raz¨®n, ni la voluntad de vivir, ni sus ideales pol¨ªticos. Es que, en esos a?os de espanto, en vez de impregnarse de odio y de rencor, llegara al convencimiento de que la ¨²nica manera sensata de resolver el problema de ?frica del Sur era una negociaci¨®n pac¨ªfica con el gobierno racista del apartheid, una estrategia encaminada a persuadir a la comunidad blanca del pa¨ªs -ese 12% de la poblaci¨®n que explotaba y discriminaba sin misericordia desde hac¨ªa siglos al 88% restante- de que el cese del sistema discriminatorio y la democratizaci¨®n pol¨ªtica no significar¨ªa, en modo alguno, lo que tem¨ªan, el caos y las represalias, sino el inicio de una era de armon¨ªa y cooperaci¨®n entre los surafricanos de las diversas razas y culturas.
Esta idea generosa hab¨ªa guiado al ANC en sus remotos or¨ªgenes, cuando era apenas una junta de notables negros empe?ados en demostrar por todos los medios, a los blancos racistas, que las gentes de color no eran los b¨¢rbaros que cre¨ªan, pero, a comienzos de los sesenta, cuando la ferocidad de la represi¨®n alcanz¨® extremos vertiginosos, la teor¨ªa de la acci¨®n violenta gan¨®, incluso, al tr¨ªo dirigente m¨¢s moderado del African National Congress: Mandela, Sisulu y Tambo. Aunque siempre rechazaron las tesis del PAC, de "?frica para los africanos" y de "Echar a los blancos al mar", ellos crearon, dentro del ANC, el grupo activista Umknonto we Siswe, encargado de sabotajes y acciones armadas y enviaron a j¨®venes africanos a recibir entrenamiento guerrillero a Cuba, China Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental. Cuando Mandela lleg¨® a Robben Island como el penado 466/64, la idea de que el apartheid s¨®lo cesar¨ªa mediante la fuerza, jam¨¢s a trav¨¦s del di¨¢logo y la persuasi¨®n, estaba firmemente arraigada en la mayor¨ªa africana. ?Y qui¨¦n se hubiera atrevido, en ese momento de apogeo del Partido Nacional y de desenfreno de sus pol¨ªticas racistas, a contradecirla?
Nelson Mandela se atrevi¨®. Lo hizo desde la terrible soledad de esa cueva donde estaba condenado a pasar el resto de sus d¨ªas, desarrollando, en la segunda d¨¦cada de su encierro, prodigios de habilidad t¨¢ctica, convenciendo, primero, a sus propios compa?eros de partido, a los comunistas, a los liberales, y, en la tercera d¨¦cada de prisi¨®n, cuando sus condiciones mejoraron y pudo comunicarse ya con el exterior, a, los propios afrikaans del gobierno, exhort¨¢ndolos a abrir el di¨¢logo y a llegar a un acuerdo que asegurara a Sud¨¢frica un futuro de sociedad libre y multirracial. Le cost¨® veinte a?os m¨¢s de esfuerzos, enfrentar con una voluntad de hierro indecibles obst¨¢culos, pero, al final, lo consigui¨®, y termin¨® -mientras a¨²n segu¨ªa sirviendo su condena perpetua- tomando t¨¦ civilizadamente con los dos ¨²ltimos presidentes del apartheid: Botha y Klerk. Ahora es el Presidente electo y universalmente respetado por blancos, negros, indios y mulatos, del m¨¢s pr¨®spero y democr¨¢tico pa¨ªs que haya conocido en su larga y trist¨ªsima historia el continente africano.
Por eso, si usted llega a ese pa¨ªs, no se contente con recorrer las pulcras ciudades sudafricanas que parecen reci¨¦n lavadas y planchadas; ni sus playas espectaculares, ni sus refinados vi?edos, ni sus grandes bosques donde leones, elefantes, leopardos y jirafas se pasean en libertad, ni se limite -para medir toda la injusticia que a¨²n falta por remediar- a recorrer las barriadas negras, como la de Soweto, que, a pesar de su pobreza, arden de energ¨ªa y creatividad. Vaya, sobre todo, a Robben Island, ese pedazo de tierra que se divisa desde los malecones de Cape Town, pardo y borroso en los bellos crep¨²sculos, en medio del mar. Porque uno de los m¨¢s prodigiosos y esperanzadores acontecimientos hist¨®ricos de este fin de siglo se gest¨® all¨ª, en un calabozo inhumano, gracias a la inteligencia y a la grandeza de esp¨ªritu del m¨¢s respetable pol¨ªtico vivo de nuestro tiempo.
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