Respuesta en nombre de la instituci¨®n
D¨¦jame que d¨¦ rienda suelta a la nostalgia y a la quimera y diga a qui¨¦n preferir¨ªa ver hoy en mi lugar: a Ignacio Aldecoa, o a Juan Garc¨ªa Hortelano, o a Jes¨²s Fern¨¢ndez Santos, o a Juan Benet... De sobras sabemos que no puede ser, porque la muerte (o la vida) no los dej¨® llegar a donde ten¨ªan que haber llegado. Esa irritante imposibilidad es a la vez signo de anomal¨ªa, que s¨®lo a los azares hay que atribuir: que mientras la Academia madrug¨® para acoger a grandes representantes de las dos anteriores quintas de narradores, y ha comenzado a abrir las puertas a miembros brillantes de las dos posteriores, entre los novelistas de tu generaci¨®n eres t¨², por el momento, la ¨²nica en sentarte con nosotros. ( ... )De todas las acu?aciones que han corrido para nombrar de una vez a quienes al tiempo que t¨² vinieron a traer aires nuevos a nuestra tradici¨®n narrativa, hay una que me parece adecuada, y que te viene como anillo al dedo. La debemos a un bonito libro de Josefina Rodr¨ªguez Aldecoa, entre el ensayo y las memorias: Los ni?os de la guerra. La etiqueta es oportuna, porque no prejuzga modos ni contenidos, pero llama la atenci¨®n sobre un com¨²n denominador que los encauza: esas mujeres y esos hombres despertaron a la realidad en el estremecido paisaje de la mayor tragedia espa?ola.
S¨¦ que no est¨¢ de moda hacer hincapi¨¦ en la vida de los escritores, ni establecer conexiones entre una vida y una obra. Es verdad que los datos primarios est¨¢n por definici¨®n en el texto, pero tambi¨¦n lo es que s¨®lo cabe acceder a ellos y otorgarles significado desde un contexto y situ¨¢ndolos en otro: como no cabe juzgar las capacidades de una persona sin calcularle una edad, una trayectoria y un talante. Sea como fuere, estoy convencido, despu¨¦s de verte perdida y encontrada "en el bosque", de que el ¨²nico sentido importante de la literatura es el que tiene en la experiencia del autor y el que asume en la vida vivida o so?ada por cada lector. ( ... )
Ni?a de la guerra, pues, Ana Mar¨ªa Matute, y ni?os de la guerra, m¨¢s all¨¢ de la an¨¦cdota terrible de 1936, los protagonistas de sus novelas y de sus cuentos. A la mayor parte los he conocido, pero no voy a evocar sino a media docena. Me r¨ªo s¨®lo de la memoria, que es donde la literatura termina por ser m¨¢s verdad, en el ¨¢spero Juan Medinao ante el cad¨¢ver del ni?o atropellado, tambi¨¦n ¨¦l v¨ªctima de su infancia cuando la fiesta del titiritero conduce al cementerio del Noroeste. De Los hijos muertos, dudo qu¨¦ sigue conmovi¨¦ndome m¨¢s: si la desolaci¨®n de Daniel Corvo en el exilio o el envilecimiento de Miguel Fern¨¢ndez cuando peregrino en su patria. Estoy seguro, en cambio, de que la primera entrega de Los mercaderes es la silueta de Matia luchando para no dejarse caer por el declive del desamor, que empieza a conseguir que se le vuelvan ajenos "hasta el aire, la luz del sol y las flores". Como, puesto a no traer a colaci¨®n m¨¢s que un cuento, de Algunos muchachos, nunca se me han despintado Juan y Andr¨¦s haciendo c¨¢balas y devanando estrellas al pie de una tapia de inexistentes heliotropos.
M¨¢s dif¨ªcil me ser¨ªa quedarme con una sola figura de Olvidado rey Gud¨². Todav¨ªa m¨¢s: llegado el momento de mentar el libro que durante tantos a?os Ana Mar¨ªa guard¨® celosamente para s¨ª, me pregunto si las consideraciones que hasta aqu¨ª he hecho convienen a esa obra maestra. Y creo que la respuesta ha de ser positiva.
En el Rey Gud¨², cuando Tontina aparece en la corte con su extraordinario s¨¦quito, provoca sorpresa y admiraci¨®n porque la princesa es una ni?a que habita en un orbe de juegos y fantas¨ªas que los dem¨¢s no alcanzan a interpretar. Frente a su cuarto, Tontina ha plantado un ¨¢rbol m¨¢gico, en tomo al cual se pasan las horas ella y sus amigos, mientras la reina Ardid los vigila incapaz de encontrar sentido a un comportamiento que se le antoja absurdo, ni de comprender el lenguaje que usan, "a pesar de estar compuesto de las mismas palabras que el suyo". El Gud¨² ha de leerse en esa clave: la escritora ha construido un ¨¢mbito de la experiencia diaria, pero actitudes, sentimientos y obsesiones no pueden sernos m¨¢s familiares; basta con percibir c¨®mo resuenan de otra forma las mismas palabras de un ¨²nico lenguaje.
Babelia
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