"El Papa, libre, nos quiere a todos libres"
Miles de cubanos clamaron por la libertad en presencia de Fidel Castro
Cada cual iba a lo suyo en la plaza de la Revoluci¨®n de La Habana. Los militantes comunistas. Los cat¨®licos. El Papa y Fidel Castro. Los peregrinos venidos del exilio, los curiosos, los babalaos y santeras con el cuello cuajado de collares de cuentas, los fornidos muchachos del aparato que, con cara de pocos amigos, se repart¨ªan entre el p¨²blico en una proporci¨®n de dos a cinco. Cada quien aplaudi¨® lo que quiso, mientras el Che Guevara y el Sagrado Coraz¨®n de Jes¨²s se miraban de reojo desde sus atalayas.El discurso del Papa se prest¨® para todo. Cuando critic¨® el neoliberalismo y los "programas econ¨®micos insostenibles" que hacen a los ricos cada vez m¨¢s ricos y a los pobres cada vez m¨¢s pobres, los aplausos y coros de apoyo sonaron firmes y ordenados, como en los grandes actos revolucionarios. Al referirse a que la libertad de conciencia era la "base y fundamento de los otros derechos humanos", parte del auditorio, animado por los cantos de sacerdotes y activistas cat¨®licos, se explay¨® en palmas fervorosas, y de pronto una tonadilla fue extendi¨¦ndose por la plaza: "El Papa, libre, nos quiere a todos libres".
Fue aproximadamente a mitad de la homil¨ªa. La "consigna cat¨®lica" se repiti¨® y se repiti¨®, y Juan Pablo II rompi¨® el protocolo: "S¨ª, libre, con esa libertad", dijo en referencia a su ¨²ltima frase. Los gritos entonces se multiplicaron, y el propio Pont¨ªfice calm¨® a las masas: "Sois un auditorio muy activo, pero debemos continuar. Todav¨ªa me queda una p¨¢gina".
Fidel Castro fue un buen anfitri¨®n. Despu¨¦s de la comuni¨®n, en el momento de darse la paz, Castro se levant¨® y estrech¨® manos de sacerdotes y monjas en la tribuna. El presidente cubano escuch¨® con atenci¨®n al Papa durante la homil¨ªa. Aplaudi¨® en ocasiones, otras veces no, y al final de la misa fue a despedir a Juan Pablo II. Le dio la mano. Lo mir¨® y despu¨¦s cerr¨® el pu?o con el pulgar extendido, en se?al de aprobaci¨®n.
Lejos del altar, entre la gente, un cura mexicano exageraba y discut¨ªa con un periodista: "Por lo menos hab¨ªa dos millones de personas", dec¨ªa. El corresponsal le explicaba que eso era imposible, que cuando la plaza de la Revoluci¨®n se abarrotaba, su capacidad m¨¢xima era de 400.000, y en esta ocasi¨®n el altar ocupaba buena parte de la cuadr¨ªcula. "Tonter¨ªas", insist¨ªa el cura.
La cifra manejada por la mayor¨ªa de los informadores oscil¨® entre 250.000 y 300.000 personas. Pero no s¨®lo ¨¦ste era un tema pol¨¦mico en la plaza. "Ayer el arzobispo de Santiago dispar¨® con bala de ca?¨®n", comentaba un joven que vest¨ªa camisa y gorra con la imagen de Juan Pablo Il. Otro fornido muchach¨®n cubierto por una r¨ªgida guayabera minimizaba el alcance de las palabras de Pedro Meurice Estiu contra el r¨¦gimen marxista-leninista. "Ya lo dijo nuestro comandante, el Papa es libre de decir lo que quiera...". "Pero no lo dijo el Papa, sino el arzobispo", requiri¨® alguien, sin encontrar respuesta.
As¨ª fue la misa en la plaza de la Revoluci¨®n. Un final de fiesta muy medido, a gusto del consumidor. lleana, venida desde el lejano pueblo de Bah¨ªa Honda en un autob¨²s de la iglesia, estaba convencida de que el Papa critic¨® fuertemente al Gobierno. "Viste, viste, c¨®mo habl¨® contra el bloqueo", dijo un hombr¨®n que reconoci¨® ser miembro del partido comunista. Hubo un momento en que se escuch¨® desde un sector de la plaza un coro que dec¨ªa: "Libertad, libertad, libertad". En seguida se superpuso otro m¨¢s neutral de "Una, dos y tres, que Papa tan Chevere, que Papa tan Chevere". Mientras, el Che y Jesucristo lo miraban todo, ajenos, en silencio.
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