?Qu¨¦ pasa en Espa?a?
A m¨¢s de dos d¨¦cadas del inicio de la transici¨®n, lo ¨²nico que se puede afirmar con rotundidad es que la Espa?a de hoy no es la Espa?a de hace 20 a?os, la Espa?a de la aprobaci¨®n de la Constituci¨®n y del consenso. Entonces, reci¨¦n desaparecido el general Franco, los problemas del pa¨ªs eran inmensos y omnipresentes los riesgos de involuci¨®n, como lo demostrar¨ªa la tentativa de golpe de Estado encabezada por el general Milans del Bosch y el teniente coronel Tejero. En contrapartida, la actitud pol¨ªtica y ciudadana se esforzaba por superarlos y encontrar un espacio de convivencia, aceptado por todos, una empresa en verdad in¨¦dita en la reciente historia de Espa?a.En estos d¨ªas, por el contrario, la situaci¨®n' resulta exactamente la inversa. Los problemas a los que se enfrenta Espa?a son los corrientes en cualquier democracia y los riesgos de involuci¨®n se pueden dar por zanjados. Es, sin embargo, la actitud pol¨ªtica y ciudadana la que parece empe?arse en deshacer el camino ya recorrido, la que parece regodearse en desafiar y da?ar la convivencia. Como en otros tiempos de agitaci¨®n y desasosiego, en la Espa?a de hoy parece que no hubiera dificultades colectivas por solventar, sino tan s¨®lo reproches sectarios por hacer. Tanto es as¨ª que, como ha quedado patente desde las elecciones de 1996, algunos partidos y personajes p¨²blicos que durante estos a?os han buscado el poder y la influencia no pretend¨ªan tanto resolver lo que denunciaban como realizar un inapelable reparto de responsabilidades.
Reclamar para s¨ª la absoluta inocencia y acusar a los adversarios pol¨ªticos de cualquier contratiempo que sufra el pa¨ªs resume, desde entonces, el grueso del debate p¨²blico en Espa?a. De ah¨ª que el Parlamento haya llegado a tener menos valor que los tribunales en el juego pol¨ªtico. De ah¨ª que las controversias y los conflictos de intereses, normales en cualquier sistema democr¨¢tico, no puedan ser resueltos en Espa?a m¨¢s que con vencedores y vencidos. Con l¨ªderes y personas relevantes acudiendo a los juzgados e ingresando en prisi¨®n, rodeados de c¨¢maras televisivas y micr¨®fonos, mientras no pocas voces animan a que la ciudadan¨ªa se convierta en populacho, a que contin¨²e alegre e irresponsablemente el esperpento.
Este punto de degradaci¨®n no es, con todo, resultado del azar. Mucho menos de una fatalidad metaf¨ªsica y siempre al acecho, una especie de Espa?a en permanente rebeli¨®n contra los propios espa?oles. Son ¨¦stos, o mejor,- algunos de ¨¦stos, los que, como se?al¨® Aza?a,"admiten y aplican un concepto de la nacionalidad y lo nacional demasiado restringido". Para ellos, "una sola manera de pensar y de creer, una sola manera de comprender la tradici¨®n y de continuarla son aut¨¦nticamente espa?olas". Quienes no la profesan o la contradicen "no son buenos espa?oles, casi no son espa?oles". El hecho de que un Gobierno de centro cediera el poder a los socialistas en 1982 produjo la impresi¨®n de que la mentalidad descrita por Aza?a hab¨ªa desaparecido, si no en todos los estratos del poder heredado del franquismo, s¨ª al menos entre los representantes de la nueva clase pol¨ªtica.
Junto a esta idea, fruto m¨¢s de una generalizada voluntad de concordia que de las evidencias, se fue consolidando adem¨¢s el convencimiento de que la Espa?a democr¨¢tica hab¨ªa ido recogiendo y albergando todas las expresiones de pensamiento, todas las voces disidentes que hab¨ªan sido silenciadas y marginadas por una larga tradici¨®n de gobiernos autoritarios, de los que el franquismo no hab¨ªa sido m¨¢s que la ¨²ltima expresi¨®n. Sin embargo, y pese al optimismo, y hasta la despreocupaci¨®n que han reinado en este aspecto, la espiral de sectarismo desencadenada en 1993 ha venido a demostrar lo equivocado de este convencimiento y de aquella idea.
Algunas reacciones al reciente informe del ministerio fiscal sobre la defensa de las v¨ªctimas espa?olas en las tragedias chilena y argentina demuestra que hay en Espa?a quienes siguen manejando un "concepto de la nacionalidad y de la naci¨®n demasiado restringido", al aceptar que se renuncie a cualquier acci¨®n judicial no s¨®lo con argumentos jur¨ªdicos, sino tambi¨¦n ideol¨®gicos. Y no s¨®lo eso. Demuestra, adem¨¢s y sobre todo, que, como tambi¨¦n se?al¨® Aza?a, sigue existiendo entre nosotros una actitud pol¨ªtica que s¨®lo presta "a los m¨¦todos democr¨¢ticos una adhesi¨®n condicional". En ¨¦ste como en tantos otros casos a los que se ha asistido durante los ¨²ltimos meses, el orden legal no parece ser un referente com¨²n y, por tanto, indisponible unilateral y sectariamente. Antes al contrario, su consideraci¨®n parece muchas veces la de un instrumento pol¨ªtico m¨¢s, que se ejerce o se inhibe seg¨²n resulte ¨²til o no a las necesidades del poder.
Por lo que se refiere a la recuperaci¨®n de las voces disidentes, tampoco la hospitalidad de la Espa?a democr¨¢tica ha venido a ser, al fin, tan general como se hab¨ªa imaginado. De entre todos los ejemplos que han proliferado desde 1993, de entre todos los fantasmas desatados por unos modos de hacer pol¨ªtica que pesan como una losa sobre el ¨¢nimo de muchos espa?oles, ninguno quiz¨¢ tan significativo como la exacerbaci¨®n de los sentimientos nacionalistas. De alguna manera, el creciente papel de los partidos regionales en la pol¨ªtica de ¨¢mbito estatal empieza a ser considerado como una fatalidad, como un inevitable destino hist¨®rico que se repite en cada una de las raras ocasiones en que los espa?oles hemos vivido en libertad. No s¨®lo los conservadores, tambi¨¦n algunos sectores de la izquierda han comenzado a adoptar este discurso, desde el que concluyen, como es l¨®gico, la necesidad de un gran pacto central que cierre el paso a las reivindicaciones nacionalistas de catalanes, vascos o gallegos.
Una vez m¨¢s, la observaci¨®n de Aza?a sobre el manejo de "un concepto de la nacionalidad y de la naci¨®n demasiado restringido" resulta esclarecedora. A ¨¦l sucumben unos y otros, con ¨¦l se estimulan y se retroalimentan los del centro y los de la periferia, bajo su advocaci¨®n identitaria se colocan todos, sin otras diferencias que el gentilicio, el himno, la lengua y el color de la bandera. Lo que ha venido a oscurecer las evidencias de esta escala sin fin es que, con demasiada frecuencia, el nacionalismo espa?ol se resiste a reconocerse como tal. Por otra parte, tambi¨¦n los nacionalismos perif¨¦ricos est¨¢n interesados en negarlo, no s¨®lo porque as¨ª desarman ideol¨®gicamente a su oponente, sino tambi¨¦n porque de este modo evitan comparaciones no siempre honrosas. Y es quiz¨¢ por la v¨ªa de este mutuo inter¨¦s, de este prop¨®sito coincidente, por donde la democracia espa?ola ha dejado de incorporar algunas de las voces m¨¢s valiosas de la disidencia. Voces como la de Blanco White, quien, al escribir en 1831 sobre la educaci¨®n en Espa?a, se?ala que existen dos sistemas rivales "condenados a proseguir su obra de convertir a la mitad de los espa?oles en extranjeros".
Voces como la de Am¨¦rico Castro, capaz de denunciar, ya en 1972, que algunas regiones espa?olas "son v¨ªctimas de su mitificaci¨®n regional tanto como el resto del pa¨ªs". Voces, en fin, como la de Juan Goytisolo, quien confiesa no sentir solidaridad alguna " con la imagen del pa¨ªs que emerge a partir del reinado de los Reyes Cat¨®licos, sino con sus v¨ªctimas: jud¨ªos, musulmanes, cristianos nuevos, luteranos, enciclopedistas, liberales, anarquistas, marxistas. En los momentos hist¨®ricos decisivos", concluye Goytisolo, "el bando que hubiera querido defender fue derrotado siempre". Todas estas voces, adem¨¢s de tantas otras que han sobrellevado y sobrellevan incluso peor fortuna, tienen en com¨²n hacer visible y criticar ese "concepto de la nacionalidad y de la naci¨®n demasiado restringido" que se?alaba Aza?a, y hoy negado con demasiada precipitaci¨®n.
Guste o no, son todas estas voces las que ayudar¨ªan a pensar el pa¨ªs de otra manera, las que permitir¨ªan reescribir la historia de Espa?a desde un punto de vista distinto, aut¨¦nticamente liberal y no excluyente. Un punto de vista para el que no s¨®lo ser¨ªan espa?oles los vencedores en cada uno de los numerosos enfrentamientos civiles, sino tambi¨¦n los derrotados. No s¨®lo los que se ajustan a una estrecha y supuesta esencia que ha sido acumulativamente cristiana, contrarreformista, antiilustrada, absolutista, castellana y nacionalcat¨®lica, sino tambi¨¦n quienes la combatieron y cuestionaron en cada caso. En ¨²ltima instancia, ha sido la desatenci¨®n hacia estas voces la que, entre otras causas, ha favorecido que el problema nacionalista aparezca siempre perturbando los periodos de libertad. Periodos en los que la tolerancia se ha entendido como una simple renuncia a la represi¨®n, no como una revisi¨®n y reformulaci¨®n de la idea de Espa?a y de su historia, sin sectarismos ni amputaciones.
Por eso el problema de los nacionalismos perif¨¦ricos rebrota inevitablemente con las libertades, porque, al mismo tiempo que en estos periodos se destierran los m¨¦todos del autoritarismo para acallarlos, no se expurgan las reminiscencias del nacionalismo espa?ol que los desencadenaron, no se erige una voz cr¨ªtica e integradora que d¨¦ cuenta distinta de nuestro pasado y permita, por tanto, superar las huellas de anacr¨®nicas diferencias. Por eso, adem¨¢s, las tensiones nacionalistas se agudizan cuando el Gobierno recae en manos de quienes se sienten confortables en la visi¨®n de la Espa?a de los siempre vencedores, de quienes sienten orgullo y no pudor por heredar su discurso y enarbolar sus mismos s¨ªmbolos. La pretendida "disposici¨®n tr¨¢gica del alma espa?ola", el quim¨¦rico "fuego interior que nos consume", todas esas absurdas met¨¢foras para describir qu¨¦ pasa en Espa?a, no esconden, en realidad, m¨¢s que una querella entre visiones y sentimientos sim¨¦tricos y cada vez m¨¢s anquilosados. Aunque, eso s¨ª, pugnando siempre por arrastramos a todos.
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