La inmortalidad
Uno es del sitio de donde vio su primer muerto. El m¨ªo me sali¨® al paso en la calle de Ros de Olano, esquina a Zabaleta. Ven¨ªa de L¨®pez de Hoyos (siempre ¨ªbamos o ven¨ªamos de all¨ª: era la columna vertebral del barrio), cuando algo me llam¨® la atenci¨®n en la acera de enfrente. Mir¨¦ y vi dudar a un viejo de un modo raro, como si todo su cuerpo estuviera implicado en ese titubeo del alma. Luego me hizo una se?al turbadora, a la que no respond¨ª por miedo, y a continuaci¨®n se desplom¨® sobre la acera. Era uno de esos d¨ªas cegadores del invierno en los que el fr¨ªo compet¨ªa con la luz del sol y ganaban los dos. En jornadas as¨ª, mucha gente se pon¨ªa peri¨®dicos debajo de la camisa para no ser atravesada por aquella atm¨®sfera g¨¦lida.El viejo no ten¨ªa abrigo, desde luego (qui¨¦n lo ten¨ªa entonces). Llevaba una chaqueta gruesa, dada de s¨ª, y una bufanda cruzada sobre el pecho de manera que los extremos se juntaban debajo de los brazos. Todo eso vi mientras ca¨ªa, como si el que me muriera fuera yo y estuviera condenado a contemplar a c¨¢mara lenta cada uno de los detalles que me rodeaban.
Tard¨® siglos en alcanzar el suelo con la cabeza, donde ¨¦sta rebot¨® ligeramente, al tiempo que el bast¨®n sal¨ªa despedido a unos metros de su cuerpo. S¨®lo est¨¢bamos nosotros, el viejo y yo, en la calle, pero de s¨²bito comenz¨® a aparecer gente de todos los rincones. Comprend¨ª que la muerte tiene la misma capacidad absorbente que ahora atribuimos a los agujeros negros.
Me acerqu¨¦ con prudencia, qued¨¢ndome a unos metros del cad¨¢ver, por miedo a contagiarme, y o¨ª c¨®mo el grupo tomaba decisiones. Uno se quit¨® la chaqueta y tap¨® la cabeza de la v¨ªctima para que no pudiera mirarnos a nadie desde aquella condici¨®n reci¨¦n adquirida. Luego, una voz autoritaria se elev¨® sobre las otras y pronunci¨®: "No lo toqu¨¦is. El cad¨¢ver debe ser levantado por el juez".
Mi imagen de los jueces era la proporcionada por los tebeos, que constitu¨ªan nuestra mayor y casi ¨²nica fuente de informaci¨®n sobre la realidad. No me imaginaba a uno de aquellos se?ores, que llevaban un gorro rid¨ªculo, levantando a pulso un cad¨¢ver, ni acababa de desentra?ar el sentido de esa expresi¨®n que todav¨ªa me choca cuando la leo en los peri¨®dicos o la oigo en la radio.
Pero lo que verdaderamente me preocupaba era la idea de que aquel viejo me hubiera contagiado la muerte. Y si he de ser sincero, creo que s¨ª, que me la contagi¨®. De hecho, desde aquel d¨ªa soy mortal, aunque no s¨¦ el tiempo que me queda de vida. Nunca se lo confes¨¦ a nadie, pero por entonces hab¨ªa establecido la teor¨ªa de que si uno no ve¨ªa nunca a un muerto, no fallec¨ªa nunca. A muchos les parecer¨¢ una idea disparatada, pero nadie se ha molestado en comprobarla. Todo el mundo, tarde o temprano, tropieza con un difunto que le contagia ese modo de caducidad.
As¨ª que llegu¨¦ a casa en un estado deplorable. Mi madre me pregunt¨® qu¨¦ me pasaba. "He visto un muerto".
Le cont¨¦ d¨®nde, c¨®mo. Le dije que no me hab¨ªa acercado demasiado con la esperanza de que ella me asegurara que continuaba inmortal, pero ni mencion¨® el asunto, y ¨¦sa fue la prueba m¨¢s evidente de que me hab¨ªa transformado en un ser perecedero. Ser mortal implicaba unas responsabilidades tremendas, lo comprend¨ª enseguida. Si ten¨ªas los d¨ªas contados, no pod¨ªas perder el tiempo en memeces. Supe de inmediato que me har¨ªa comunista y que tendr¨ªa que dejarme barba para darle mayor gravedad al asunto. A veces ve¨ªa jugar a mis hermanos, todav¨ªa inmortales, aunque por poco tiempo, y me daba envidia su modo ingenuo de relacionarse con el mundo, sin compromisos ni obligaciones, puesto que ten¨ªan toda la vida por delante.
Uno es del lugar donde contempl¨® su primer muerto y devino ipso facto, es decir, por ese mismo hecho, en mortal. A m¨ª me toc¨® en la esquina de Ros de Olano con Zabaleta, un d¨ªa de hielo y sol que levanta fuegos fatuos en el cementerio de la memoria. A esa luz contemplo de nuevo aquel cad¨¢ver como si hubiera sido el primero de la humanidad. En cierto modo lo fue. Ahora, siempre me detengo unos segundos en esa esquina para rezar por el viejo y por m¨ª, mientras me pregunto cu¨¢nto me quedar¨¢ y, sobre todo, a qu¨¦ muchacho inocente contagiar¨¦.
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