El soldado desconocido
As¨ª pues, tambi¨¦n ¨¦l ha muerto. No ser¨¦ yo el primero en decir que corr¨ªa la sospecha de su inmortalidad. Que J¨¹nger pudiera no morirse nunca ilustra mucho acerca del personaje. En realidad hab¨ªa muerto ya muchas veces, en la primera guerra, en la segunda, cuando mataron a su hijo, cuando lo desnazificaron, cuando, a pesar de todos los testimonios, los resentidos continuaban hablando de ¨¦l como de un nazi blando y reconvertido, un esteta, siendo as¨ª que hab¨ªa sido todo lo contrario, un estoico sin un ¨¢tomo de aprecio por lo "est¨¦tico", un duro antinazi precisamente porque no ten¨ªa ni un pelo de dem¨®crata. Como Heidegger, despreciaba el nazismo con conocimiento de causa, y no por ser un alma bella o por creerse un h¨¦roe moral para masas.Pero se ha muerto y ahora el panorama literario aparece amputado de su m¨¢s alta monta?a. ?He dicho literario? Pues he dicho mal: J¨¹nger pertenec¨ªa a otro siglo, el XIX o el XXI, y no era un literato sino un hombre de letras. Escribi¨® poes¨ªa, novela, ensayo, con la fluidez y naturalidad de Voltaire y sin duda con la misma insumisa violencia contra la maldad. Pero fue por encima de todo un soldado, esa profesi¨®n tan mal vista en la actualidad, cuando todos los j¨®venes huyen de ella pero van vestidos y pelados como reclutas; un homenaje pat¨¦tico a los ej¨¦rcitos populares cuya desaparici¨®n traer¨¢ m¨¢quinas perfectas a las ¨®rdenes de la oligarqu¨ªa. Pero el nuestro es un tiempo sentimental. J¨¹nger, en cambio, no ten¨ªa nada de sentimental y pod¨ªa ser un soldado. Odiaba la sentimentalidad, ese producto de la opereta vienesa y el pensamiento suizo. Por eso quiso prolongar la tragedia sin sujeto que H?lderlin hab¨ªa intentado traer al mundo moderno. Ambos fracasaron, pero su fracaso es m¨¢s productivo que casi todos los ¨¦xitos de sus enemigos.
Como buen soldado, nunca dio ¨®rdenes. Estuvo siempre esperando percibir en el horizonte una se?al a la que obedecer, una bandera por la que morir. En toda su larga vida no vio ninguna que mereciera la pena. S¨®lo en alg¨²n momento, el bolchevismo, tan presente en sus ensayos de los a?os treinta. Luego nada. As¨ª que se convirti¨® en un anarca. No en un anarquista, esa forma de irresponsabilidad tan norteamericana, sino en un anarca. Y llev¨® siempre a punto un malet¨ªn cargado de explosivos, porque nunca se sabe. Tras la primera guerra, nada volvi¨® a ponerse ante sus ojos que mereciera dar una batalla. El siglo iba a sosegarse en tranquilas matanzas, en serenas carnicer¨ªas conducidas por gerentes con uniforme y equipos de comunicaci¨®n capaces de justificar todos los asesinatos. Como tantas otras cosas, como la historia, como las artes, como la filosof¨ªa, tambi¨¦n la guerra hab¨ªa alcanzado su acabamiento en el siglo XX.
Durante los ¨²ltimos a?os ya s¨®lo escrib¨ªa un diario, pero era asombroso. Los d¨ªas se engarzaban con la pertinaz sobriedad de los poemas del entenebrecimiento de H?lderlin, como los llama Carbonell. Asist¨ªa a un gotear desprovisto de sentido al que s¨®lo la terquedad de un esp¨ªritu irredento iba proporcionando representaci¨®n para no darse por vencido. Por fin, vivi¨® un d¨ªa cargado de significado y era su ¨²ltimo d¨ªa. Pero la anotaci¨®n de ese d¨ªa hemos de escribirla nosotros. En esa diferencia estriba la p¨¦rdida.
Babelia
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