Teolog¨ªa y eutanasia
Se puede rechazar por principios el derecho de la gente a cualquier cosa: a abortar, a decidir sobre la forma de su muerte o sobre la independencia de su pa¨ªs. Pero es un hecho que este rechazo, si se ampl¨ªa m¨¢s de la cuenta, acaba teniendo efectos perversos desde el propio punto de vista de los censores. El primero de tales efectos es que todo lo prohibido o negado por principios siga de hecho pasando, s¨®lo que ahora por libre y a precario, es decir, en condiciones no amparadas ni regladas. En cualquier caso, ¨¦ste es el destino inevitable de las leyes o principios "demasiado buenos", demasiado mejores que los hombres mismos, y que dejan sin protecci¨®n ni ordenaci¨®n alguna una extensa y desatendida porci¨®n de realidad. Un buen ejemplo de ello es el rechazo de la Iglesia a toda forma "no natural de prevenci¨®n del embarazo (y del sida): la consecuencia de ello para la propia Iglesia es que hoy s¨®lo el 6,5% de los cat¨®licos europeos cree ya que deban seguir la doctrina del Papa sobre su conducta sexual. Con lo que la Iglesia oficial deja aqu¨ª sin apoyo ni orientaci¨®n al 93,5 de sus feligreses.Pero la cosa no mejora mucho cuando el dogma, sin dejar de serlo, pretende adecuarse "de alg¨²n modo" a la realidad. Entonces aparecen otros dos efectos igualmente perversos, que cre¨ª adivinar en la discusi¨®n sobre la eutanasia que mantuve en televisi¨®n con el padre Francesc Abel. El primero es una perversi¨®n de orden l¨®gico o epistemol¨®gico que, desde Kant y Russell al menos, resulta ya inadmisible. En ella se incurre cuando la negativa a reconocer un derecho por razones dogm¨¢ticas es justificada con argumentos sobre su "oportunidad", sobre la "alarma social" o el "esc¨¢ndalo" que ello puede provocar entre la gente que est¨¢ "poco preparada". Es lo mismo que, con aire entre de compunci¨®n y de suficiencia, me hab¨ªan respondido tantas veces en el colegio de los jesuitas: "S¨ª, hijo m¨ªo, ser¨¢ lo que t¨² quieras, pero eso, ahora, no conviene. Podr¨ªa escandalizar a quienes..., etc¨¦tera, etc¨¦tera".
Pero a m¨ª, hoy como ayer, lo que de verdad me escandaliza es esta mezcla de razones. ?En qu¨¦ quedamos? ?Se rechaza toda interrupci¨®n voluntaria de la vida por principios (voluntad de Dios, el "don" de la vida humana, etc¨¦tera) o se trata de anticipar sus peligrosas derivas y consecuencias? Si el imperativo es categ¨®rico, incondicional, ?por qu¨¦ defenderlo con argumentos hipot¨¦ticos? Porque el hecho es ¨¦ste: si alguien defiende con argumentos de oportunidad lo que dice profesar por razones de principio, uno tiende a sospechar que de verdad no acaba de creer ni en unos ni en otras. "Cuando se da m¨¢s de una raz¨®n o excusa para no hacer una cosa", dice el refr¨¢n, "es que ninguna de ellas es cierta". "Quien tiene m¨¢s de una enfermedad", me dec¨ªa el doctor Pedro i Pons cuando llegaba yo con la miscel¨¢nea de mis s¨ªntomas, "es que de verdad no tiene ninguna".
El tercer efecto perverso anunciado es precisamente la manga ancha que tiende a desarrollar esta actitud dogm¨¢tica cuando quiere acercarse la realidad. Para defender "los principios" (la vida es un don divino, etc¨¦tera) se tiende entonces a una interpretaci¨®n laxa, gracias a la cual casi todos los casos particulares pueden ser comprendidos y excusados. Por un lado, pues, el principio inamovible; por otro, la serie pululante e infinita de casos particulares. Y en medio, nada. Nada sino el "hermeneuta" cualificado para transformar cualquier cosa en caso o cualquier caso en excepci¨®n mediante sutiles distingos al estilo de "ver no es mirar, ni sentir es consentir". Y as¨ª es como, para hacerlo m¨ªnimamente veros¨ªmil o cre¨ªble, se compensa el no dogm¨¢tico con una proliferaci¨®n de s¨ªes casu¨ªsticos.
Inversa es la posici¨®n de quienes creemos que el hombre s¨ª tiene derecho a disponer de su vida y que, por ello mismo, debemos ser mucho m¨¢s estrictos al plantear las condiciones requeridas para tal ejercicio.O eso es por lo menos lo que sent¨ª yo mientras discut¨ªa con el padre Abel sobre la eutanasia. Para mantener los principios, ¨¦l tend¨ªa a ser laxo en la interpretaci¨®n de los hechos, "comprensivo" y "condescendiente" con la debilidad de los hombres. Yo, por el contrario, para mantener los m¨ªos, tendr¨ªa que ser mucho m¨¢s riguroso y restrictivo a fin de garantizar que esta libertad de decidir sobre su vida sea efectiva y disponga de todas las garant¨ªas.
Nada tengo contra los jesuitas, al contrario. Aprecio el valor del casuismo teol¨®gico del siglo XVII. Admiro el coraje con el que, desde Pek¨ªn a Paraguay, trataron de adaptar el dogma a la vida real o la cultura plural, y no a la inversa. Contra lo que argumentaron Pascal y los jansenistas, no creo que ¨¦sta fuera entonces una postura acomodaticia, sino todo lo contrario. Ahora bien, mantener hoy aquel valor y coraje exige un paso mas: no s¨®lo adecuar doctrina o el dogma a la vida, sino introducir la vida en el dogma mismo, cualquiera que ¨¦ste sea. S¨®lo as¨ª, creo, podr¨ªan evitarse los eventuales "efectos perversos" de la doctrina oficial de la Iglesia: irrelevancia social, contradicci¨®n l¨®gica, condescendencia pr¨¢ctica. Es lo que intenta Jordi Llimona en Per una mort m¨¦s humana al sostener que, si el hombre est¨¢ hecho a imagen de Dios, la voluntad divina no se expresa s¨®lo en los latidos de su coraz¨®n o los grafos de su encefalograma, sino tambi¨¦n, y sobre todo, en la libertad, inteligencia y voluntad, con las que s¨ª puede decidir, y nunca mejor dicho,, qu¨¦ hace con su vida cuando ha de enfrentarse a la muerte. Otra cosa supondr¨ªa creer que la voluntad de Dios se expresa s¨®lo en nuestras v¨ªsceras inferiores: que se manifiesta en el funcionamiento de mis coronar¨ªas, por ejemplo, y no en el de mi conciencia.
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