Perder el Rastro
El cauce de la Ribera de Curtidores, exiguo y apacible los d¨ªas laborables, se crece tumultuoso y bullidor en la ma?ana del domingo.La marea humana bordea la estatua del h¨¦roe de Cascorro y luego se desborda rambla abajo sin que su impetuoso caudal llegue a poner en peligro la precaria estabilidad de los inn¨²meros tenderetes. Es un milagro que se repite todos los domingos.
Hay un santo, una deidad, seguramente de segunda mano, que vela por la integridad de los fr¨¢giles puestos, un taumaturgo que protege de pisotones y zapatazos imprevistos a los comerciantes m¨¢s modestos que exponen sobre una esterilla en el suelo su miscel¨¢nea, mis¨¦rrima y extravagante oferta: un grifo, dos despertadores, una funda met¨¢lica de gafas, un mechero de gasolina y un libro sin tapas.
Domingo a domingo, en los dos ¨²ltimos a?os, el fot¨®grafo Jorge Poo ha retratado en blanco y negro, en cuerpo y alma, los milagrosos contrastes de un Rastro en peligro, de un mundo sobre el que se cierne la burocr¨¢tica amenaza de un plan de ordenaci¨®n municipal que pretende canalizar, encauzar y administrar la vida de un zoco que siempre ha sabido administrarse y encauzarse por s¨ª mismo, mucho antes de que trabajadores al servicio del Ayuntamiento de Madrid envilecieran su martirizado suelo trazando rayas blancas, parcelando y acotando su an¨¢rquico territorio.
La c¨¢mara de Poo ha buceado bajo la superficie del Rastro inmemorial, intemporal y marginal, bazar asilvestrado en el que a¨²n prevalecen las milenarias artes del regateo, la dial¨¦ctica del tira y afloja frente a la burda dictadura del lo toma o lo deja y del precio fijo.
Ni marketing, ni merchandising, ni pu?etas.
La c¨¢mara de Poo, como la c¨¢mara Killian de los espiritistas, ha captado el aura que circunda el ente primordial del Rastro, su ectoplasma.
Polvorientos retratos al ¨®leo de misteriosas damas cuya mirada triste emerge en un rinc¨®n de la chamariler¨ªa, an¨®nimas beldades que un d¨ªa presidieron familiares y burgueses salones y que hoy, arrumbadas entre los trastos viejos, imploran por su rescate con fantasmal coqueter¨ªa.
Rostros, con m¨¢s hueso que carne, de valetudinarios mercachifles que resucitan los domingos, que se reavivan y despabilan con los seculares ritos del chalaneo.
Caras de pergamino, muecas de fauno que merecer¨ªan ser esculpidas en m¨¢rmol y m¨¢rmoles animados por la promiscuidad que reina en esta heter¨®clita ribera que acoge a los objetos hu¨¦rfanos y abandonados a la espera de una segunda o en¨¦sima adopci¨®n.
El fot¨®grafo ha enfocado su c¨¢mara sobre un mundo en extinci¨®n, y en sus im¨¢genes aflora el dolor de la p¨¦rdida que asoma por los ojos atemorizados, huidizos, de los vendedores m¨¢s humildes, siempre alertas para escapar del asedio de los guardias, recaudadores de una tasa cuyo importe supera casi siempre la cantidad que podr¨ªan obtener en el caso, harto improbable, de que consiguieran desprenderse de todas sus mercanc¨ªas.
Ellos son la esencia, la quintaesencia, el poso del Rastro, una instituci¨®n m¨¢s arraigada en esta ciudad que el mism¨ªsimo Ayuntamiento, y, por supuesto, mucho m¨¢s querida. Un santuario que ha sobrevivido casi intacto, bajo, la protecci¨®n de sus santos chamarileros, a todos los avatares de nuestra historia reciente, a las dictaduras y a las chaladuras de sus presuntos reformadores.
El Rastro no admite reformas, o se le deja vivir o se le mata.
El Ayuntamiento de Madrid parece decantarse por la segunda de las opciones, aunque, de momento, la pone en pr¨¢ctica de una forma hip¨®crita y sibilina: no dejando vivir, haci¨¦ndoles la vida a¨²n m¨¢s imposible a los m¨¢s d¨¦biles.
Una limpieza ¨¦tnica progresiva que mina los fundamentos de la instituci¨®n, una operaci¨®n bien vista incluso por algunos comerciantes m¨¢s asentados y mejor dotados que parecen ignorar que, sin la comparecencia de estos modest¨ªsimos competidores, el Rastro perder¨ªa su identidad y ellos sus ventas.
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