El hombre de la maleta
A Juan Mars¨¦El pintor mexicano Jos¨¦ Luis Cuevas carga su equipaje en el aeropuerto de M¨¦xico DF. Un hombre, al que no conoce de nada, se dirige a ¨¦l y le dice: ?Te voy a ayudar a llevar tu equipaje. Toma mi maleta, es m¨¢s peque?a?. No sirven las protestas, pues enseguida hace lo que dice. Ya en el avi¨®n, Cuevas le pregunta: ?Pero usted qui¨¦n es??. Y ¨¦l responde: ?Yo escrib¨ªa. Soy Juan Rulfo?.
La an¨¦cdota est¨¢ recogida en una entrevista que Jos¨¦-Miguel Ull¨¢n hiciera a Cuevas hace unos a?os. ?ste confiesa que es su primer contacto con Rulfo, con el que luego compartir¨ªa una larga y c¨¢lida amistad. Pero deteng¨¢monos en esa escena. Rulfo no s¨®lo ayuda a alguien a quien no conoce de nada, sino que elige la maleta m¨¢s grande, la que a ¨¦ste m¨¢s le cuesta llevar. El gesto es cuanto menos extra?o. O dicho de otra manera, responde a un deseo de servir, pero tiene a la vez un aura de hecho inexplicable, o que s¨®lo parcialmente podemos comprender. Juan Rulfo no s¨®lo es en esos momentos mayor que Cuevas, hay entre ellos una diferencia de diecis¨¦is a?os, sino que es un escritor famoso. Lleva a?os sin escribir, es cierto, pero sigue siendo celebrado por todos como una de las grandes glorias nacionales (en mi opini¨®n merece a¨²n m¨¢s altos calificativos, pues no creo que, en el ¨¢mbito de nuestra lengua, haya narrador en este siglo que se le pueda comparar). Y sin embargo, su comportamiento es el comportamiento de la invisibilidad. O dicho de otra forma, no act¨²a para darse a ver, lo que ser¨ªa absurdo en su caso, y mucho menos con un gesto como ¨¦ste, sino desde la posici¨®n del que nada reclama para s¨ª.
Los manuales de urbanidad abundaban en consejos de este tipo. En el autob¨²s hab¨ªa que dejar el sitio a ancianos, impedidos y se?oritas; en las puertas, tanto de lo mismo. Ceder uno su propio asiento, su propio lugar en la puerta, bien pudiera ser como el gesto de Rulfo, dar preeminencia al otro, acudir en su ayuda sin pensar en nuestras propias incomodidades. Claro que en estos casos tambi¨¦n se trataba de otra cosa. Respond¨ªa a ciertos usos sociales, y era una forma de diferenciarse, de recabar la pertenencia a una clase, a un club de privilegiados o exquisitos. El Club de la Pala de Pescado. No somos como vosotros, nos dicen los miembros de ese club cuando toman la pala del mantel.
No es ¨¦sa la educaci¨®n de la que hablo. El educado es el que no se da a ver. Su gesto, por tanto, debe pasar desapercibido, salvo para aquellos que lo viven. Nada que ver con los que se reiteran en los manuales de urbanidad (por cierto, hoy tan al uso). Los personajes de Robert Walser que estudiaban para criados, o el propio Robert Walser aceptando los trabajos del m¨¢s humilde escribiente, pertenecen a este tipo. Escrib¨ªa las palabras de otro; no quer¨ªa ser nadie, s¨®lo un cero.
Kafka tambi¨¦n quiso lo mismo. Su obsesi¨®n por la delgadez, por las criaturas peque?as, que buscan los resquicios, encubre el mismo deseo de desaparecer, o escapar. Kafka est¨¢ obsesionado por la delgadez, Robert Walser por ser un cero, Bartleby, el singular escribiente de Melville, por ser olvidado. Son seres extra?os, parecen venir de otro mundo, y sin embargo nos conmueven como pocos logran hacerlo. Tampoco los entendemos. Su caso es distinto al de los santos, pues no buscan humillarse, ni aleccionar. Y, por supuesto, est¨¢n en las ant¨ªpodas de los hombres de mundo, para los que el comportamiento educado es una variante de los protocolos. Recuerdo haber asistido en un ayuntamiento a una escena en que varios pr¨®ceres locales se disputaban el lugar que habr¨ªan de ocupar a la hora de cargar el ata¨²d de una c¨¦lebre escritora. Seg¨²n parece, el protocolo estudia casos as¨ª. Es un problema de la est¨¦tica del poder. El que carga el ata¨²d, lo que quiere es significarse, hacerse presente. Quiere un lugar de preeminencia. Nada que ver con Rulfo. El educado no sabe lo que hace. Ve un ata¨²d en el suelo y comprende que alguien tiene que cargarlo, y cuando se quiere dar cuenta ha prestado sus hombros. Es el que nos presta su hombro, sus manos, su sexo, su boca. Hace eso por un af¨¢n de ayuda, pero tambi¨¦n por una decisi¨®n inexplicable. Rulfo no sab¨ªa a qui¨¦n cog¨ªa la maleta, tampoco, por supuesto, que aquel gesto suyo fuera a recordarse hoy. Hay que sorprenderle, se escurre. Hace lo que tiene que hacer y se va. Quiere pasar desapercibido, es un cero. Y, sin embargo, ?por qu¨¦ nos conmueve as¨ª?, ?cu¨¢l es la raz¨®n del efecto supremo que sus gestos tienen sobre nuestro coraz¨®n? Basta, en efecto, imaginar a Rulfo cargando la maleta de Jos¨¦ Luis Cuevas para que los ojos se nos llenen de l¨¢grimas.
Hay en Mi t¨ªo, la conocida pel¨ªcula de Jacques Tati, un instante como ¨¦se. Monsieur Hulot toma un peque?o atajo, a trav¨¦s de un solar olvidado, y se tropieza con un ladrillo, que accidentalmente hace rodar por el suelo. Le vemos detenerse, tomar con delicadeza el ladrillo y volver a colocarle en su sitio. Pasa por all¨ª, pero no quiere que se note. Al contrario que la mayor¨ªa de los mortales, no quiere dejar huella alguna de su paso. Podr¨ªamos decir que es de una educaci¨®n exquisita. Recuerdo a un antiguo compa?ero. Era apocado y t¨ªmido y, cuando empezamos a ir a la universidad, siempre le ve¨ªa desaparecer a la salida de clase. Intrigado, decid¨ª vigilarle. Y lo que pasaba era casi incre¨ªble. Incapaz de interrumpir el flujo animado de sus compa?eros, s¨®lo se decid¨ªa a traspasar el umbral de la puerta cuando todos hab¨ªan salido. Me pregunto qu¨¦ habr¨¢ sido de ¨¦l; tambi¨¦n por el valor de estas extra?as conductas, su poder para conmovernos. Y de pronto, creo encontrar una posible respuesta. Es lo que pasa en los rescates, me digo. Esos ni?os que son arrebatados a los pozos, esos monta?eros que regresan. Todo palidece a su alrededor. Las c¨¢maras se acercan a ellos y es como si todo lo dem¨¢s, salvo ellos mismos (al rev¨¦s que en la ¨²ltima pel¨ªcula de Woody Allen), estuviera borroso.
Me acuerdo de una pel¨ªcula de los a?os treinta. El hombre invisible, de James Whale. No voy a recordar su argumento, extra¨ªdo de la c¨¦lebre novela de H. G. Welles, sino s¨®lo ciertas escenas. Aquellas en que su protagonista, que ha conseguido la invisibilidad a trav¨¦s de una f¨®rmula largamente buscada, se mueve en los escenarios cotidianos. En una de esas escenas le vemos en un bar. Los objetos vuelan. Un vaso de agua se desliza sobre la mesa, los cubiertos saltan al aire como peces en un estanque. Nunca los hab¨ªamos visto as¨ª. Tampoco la silla que se cae, las pisadas en la nieve, la chaqueta tersa de ausencia. Y me digo, s¨ª, ¨¦sta es la funci¨®n de esos seres, los que buscan la invisibilidad, los que se empe?an en cargar nuestras maletas, darnos a ver el mundo. Sin mediaci¨®n, sin prop¨®sito; suspendido en su punto de mayor luz. Tambi¨¦n me digo, as¨ª deber¨ªan ser los escritores. Deber¨ªan desaparecer detr¨¢s de las palabras. Que ¨¦sa fuera su misi¨®n, desaparecer ellos para darnos a ver las palabras. Que abrir un libro fuera como asistir a la escena en que el hombre invisible estaba en el bar. S¨®lo que aqu¨ª lo que veremos no ser¨¢n los vasos y los platos movi¨¦ndose solos, sino las palabras de todos.
Entonces podr¨ªamos decir, qu¨¦ escritor m¨¢s extra?o, m¨¢s educado. Se parece a Rulfo arrastrando por el aeropuerto la maleta de un desconocido.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.