La narraci¨®n del industrial.
No llego a o¨ªr lo que contesta Jos¨¦ Amedo cuando al principio de la vista se le pregunta su profesi¨®n actual: alguien asegura que ha dicho licenciado; alguien m¨¢s cree haberle o¨ªdo decir industrial. En la Sala Segunda del Tribunal Supremo, opulenta de m¨¢rmoles, de lienzos de seda roja, de bronces dorados y bru?idos, de maderas oscuras, de l¨¢mparas como de teatro de ¨®pera, se oye muy mal y no se ve nada. Hay unos cuantos altavoces como de iglesia pobre y antigua, en los que sobre todo se oyen ruidos est¨¢ticos y pitidos de acoples. Algunas voces nos llegan mejor que otras, pero las caras son todas por igual invisibles. Las tapan los respaldos in¨²tilmente altos de las sillas que tenemos delante: se llega a ver, a una distancia que parece remota, el perfil de un letrado, la nuca ancha y fuerte de Jos¨¦ Amedo, que tiene una manera peculiar de inclinar hacia un lado la cabeza cuando le hacen alguna pregunta, como midiendo m¨¢s bien desde?osamente la catadura f¨ªsica de su interrogador.Como en tantas cosas, el cine americano nos ha inducido a expectativas insolventes. Est¨¢ uno acostumbrado a la teatralidad inteligible que tienen los juicios en las pel¨ªculas, a la frontalidad de los personajes, cada uno claramente situado en su lugar y en su papel. Aqu¨ª no hay nada de eso. En el estrado donde est¨¢n los jueces, los abogados, los acusados, los funcionarios del tribunal, sucede una herm¨¦tica representaci¨®n a la que es casi tan dif¨ªcil asomarse como si hubiera que mirar tras el ojo de una cerradura. Todo tiene un aire solemne y poltr¨®n, aunque tambi¨¦n ineficaz, con cierta zonas de apresuramiento y chapuza: en un sill¨®n de torneados barrocos y forro de terciopelo se indica que est¨¢ reservado a los agentes judiciales mediante una cuartilla escrita a bol¨ªgrafo y pegada con fixo; en el vest¨ªbulo, mientras aguardan ya investidos con sus togas negras, los letrados fuman y tiran la ceniza y las colillas a los rincones del pavimiento de m¨¢rmol.
Por culpa de la invisibilidad, de la dificultad de o¨ªr, el fondo atroz de lo que se est¨¢ juzgando parece a¨²n m¨¢s remoto, a¨²n m¨¢s perdido en la distancia del tiempo, m¨¢s desgastado por el olvido, por la erosi¨®n de lo que se cuenta y vuelve a contar muchas veces. ?Qui¨¦n puede acordarse de lo que hizo y dijo un d¨ªa de diciembre de 1983, qui¨¦n est¨¢ en condiciones de saber lo que hay en el interior de la conciencia de este hombre que pasa toda la ma?ana y parte de la tarde declarando, Jos¨¦ Amedo, ex polic¨ªa, convicto, ahora licenciado, tal vez industrial? De pronto, entre la niebla de palabras, entre la confusi¨®n indescifrable de cosas dichas y negadas, inventadas, mentidas, de tantos testimonios cruzados, de tantas p¨¢ginas de declaraciones y de interrogatorios, surge una imagen estremecedora y n¨ªtida: un hombre de cincuenta a?os tirado en el suelo, en pijama, tiritando de fr¨ªo en la noche helada de diciembre, creyendo sin duda que est¨¢ a punto de morir, desbaratado por la irrealidad y el espanto. Un pormenor viene a a?adirse a la vejaci¨®n: como no hab¨ªa venda con la que taparle los ojos se le cubri¨® la cabeza con una toalla. D¨ªas despu¨¦s, tambi¨¦n de noche, ese mismo hombre es abandonado junto a un ¨¢rbol: lo dejan de pie, pero empieza a derrumbarse, alguien se acerca y lo apoya contra el tronco del ¨¢rbol. En el bolsillo del pijama le deslizan la hoja de un comunicado: alguien tuvo la precauci¨®n, la previsora astucia de guardar durante m¨¢s de diez a?os otro papel donde se escribi¨® el borrador de esas palabras.
Cu¨¢ntas cosas se pierden en m¨¢s de quince a?os, cu¨¢ntas palabras se olvidan y se borran, cu¨¢nta gente puede desaparecer y morir, o simplemente difuminarse con el paso de la edad, con la p¨¦rdida de la fuerza o del privilegio: en medio de esa lenta demolici¨®n del tiempo, que afecta a casi todos los que de un modo u otro participaron en aquella mascarada tr¨¢gica, Jos¨¦ Amedo mantiene ¨¦l solo una tremenda sugesti¨®n de presencia, de amenaza y secreto, de intacta arrogancia f¨ªsica. Aun de espaldas se impone: la cabeza grande, la nuca recta, el cuello ancho, los hombros mal comprimidos por la hechura de la americana. En medio del interrogatorio pide permiso por segunda vez para ir al ba?o, no sin una cierta veladura de sorna, se levanta y camina braceando y a zancadas hacia la puerta de la sala, mirando de lado, los ojos fr¨ªos, la cara larga, p¨¢lida y carnal, con mucho movimiento muscular de mand¨ªbula. Cuando est¨¢ de pie separa las piernas y hunde las manos en los bolsillos, de vez en cuando se sube con brusquedad el pantal¨®n para ajustarlo a la entrepierna. En su calidad actual de industrial o de licenciado tiende a una cierta elaboraci¨®n en las frases y a la longitud de los adverbios afirmativos. "No hemos venido aqu¨ª a hablar de temas hipot¨¦ticos", le dice a un letrado, descartando la pregunta que ¨¦ste acaba de hacerle con el simple adem¨¢n de mirarlo de lado. Cada pocas palabras repite sus adverbios preferidos: naturalmente, obviamente, evidentemente, normalmente. Siempre en guardia, nada le sorprende, nada ni nadie lo intimida. Le preguntan por qu¨¦ nunca lleg¨® a bajar desde la carretera a la caba?a donde estaba secuestrado Segundo Marey y contesta con perfecta naturalidad:
"Para no estropearme los zapatos".
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