El renegado
EL JUICIO DEL 'CASO MAREY'La primera ma?ana, la primera vez que sub¨ª a la segunda planta del Tribunal Supremo, cuando todo era raro y desconocido y las impresiones resultaban m¨¢s fuertes, el primer personaje de este reparto ahora usual que llegu¨¦ a ver fue Ricardo Garc¨ªa Damborenea: estaba al fondo de un gran corredor desierto, un corredor lujoso, vac¨ªo, de perspectiva versallesca, donde la ¨²nica presencia humana era la suya. Estaba solo, sentado en un banco, leyendo un peri¨®dico, instalado en un ensimismamiento m¨¢s hura?o que orgulloso. Cerca de all¨ª, a unos pasos, se iban congregando las otras figuras, mezcl¨¢ndose todos, aguardando la hora del comienzo del juicio, igualados en una misma expectaci¨®n que borraba diferencias y enconos, como en un auto medieval. El Tribunal Supremo es una inmensidad de corredores y salones, pero nadie ha previsto que esa opulencia espacial pueda servir para que quienes se detestan no se mezclen entre s¨ª, para que no se vean o no se rocen acusadores y acusados, ejecutores y v¨ªctimas. A todos los vi revueltos la primera ma?ana: incluso Jos¨¦ Amedo, a quien nadie tomar¨ªa exactamente por un modelo de mundanidad social, depart¨ªa risue?amente con unos periodistas encantados de halagarlo, halagados de que ¨¦l los admitiera en su confianza.La fama, cualquier clase de fama, atrae enseguida par¨¢sitos. Jos¨¦ Amedo y Michel Dom¨ªnguez, abandonada hace tiempo la carrera de polic¨ªas, ejercen con desenvoltura, cada uno a su estilo, su nueva carrera de celebridades medi¨¢ticas, de tratantes en el mercadeo de las exclusivas. La clase de tropa policial se embosca tras los trajes negros, las barbas negras, las gafas negras, la obediencia debida. Miguel Planchuelo tiene la ventaja inmensa de que ni en su cara ni en su figura hay nada que suscite el recuerdo: en cuanto aparece Francisco ?lvarez, sin embargo, comprende uno que est¨¢ delante de otro modelo humano, alguien dotado de una arrogancia que no necesita del desaf¨ªo para afirmarse, de una cara que es la expresi¨®n cuajada de un car¨¢cter: la barba canosa, el perfil aguile?o, la chaqueta de doble cruce bien cortada, el habla tranquila, la voz que sugiere profesionalidad y firmeza. Si las declaraciones de los polic¨ªas hasta ahora eran instrumentos tocando una misma partitura, Francisco ?lvarez es como el concertino o primer viol¨ªn de esa orquesta. Se ve que este hombre, haga lo que haga, no va a ensuciarse las manos, que llevar¨¢ siempre a cabo sus actos con una perfecta convicci¨®n de legalidad, con un escr¨²pulo inflexible de buenas maneras. Pasa cada ma?ana entre los fot¨®grafos, las c¨¢maras, las jirafas de los micr¨®fonos, con la misma suficiencia tranquila con que entrar¨ªa en su oficina, como si fuera un alto funcionario brit¨¢nico, y no de la polic¨ªa, sino del Servicio Secreto.
Francisco ?lvarez da la impresi¨®n un poco inquietante de que nada puede mancharlo: Ricardo Garc¨ªa Damborenea, por el contrario, parece siempre un hombre agitado por culpabilidades y remordimientos, alguien que podr¨ªa ser acusado de cometer un crimen aunque fuera inocente. Acepta o ejerce un destino de renegado al que nadie quiere acercarse, ni siquiera los posibles beneficiarios de su apostas¨ªa o de su delaci¨®n. Cuando se le ve solo, sentado en un pasillo inmenso, el espacio desierto agiganta su soledad de expulsado. Cuando empieza a hablar se comprende que Damborenea, hombre de rasgos duros, de pelambre hosca, de corpulencia le?osa, vive agitado por la terrible energ¨ªa de quien ya no tiene nada que perder, de quien se ha situado a s¨ª mismo m¨¢s all¨¢ de la verg¨¹enza, de la simulaci¨®n, hasta del inter¨¦s. No se refugia, como otros, en el derecho a no responder ciertas preguntas, no elude ning¨²n nombre, no retrocede ante ninguna imputaci¨®n. Si otros se defienden declarando que se limitaban a cumplir ¨®rdenes, que no percib¨ªan nada ilegal en lo que estaban haciendo, si tienen la astucia de decir unos nombres y callar otros, ¨¦l afirma retadoramente su disposici¨®n a actuar al margen de la ley, se?ala con el dedo y renuncia a las m¨¢scaras de la hipocres¨ªa y de la conveniencia para revelar as¨ª con m¨¢s descaro la impostura de todos los dem¨¢s, los que a¨²n tienen cosas que perder.
No cuesta nada imaginarlo dotado de la sa?a forzuda de un Sans¨®n dispuesto a sucumbir bajo un cataclismo de ruinas a condici¨®n de que otros sean arrastrados a la misma desgracia. Yo no s¨¦ si es consciente de que su fisonom¨ªa, la expresi¨®n de sus ojos, su propensi¨®n a sudar, agravan ante el p¨²blico una estampa irremediable de villan¨ªa. No baja la cabeza cuando pasa delante de quienes fueron los suyos, aprieta las mand¨ªbulas, sonr¨ªe como un ermita?o fieramente aislado del mundo, como si la verg¨¹enza y la consideraci¨®n de los dem¨¢s hubieran dejado de importarle hace mucho tiempo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.