Las lecciones de Bartol¨ªn
Sin duda, lo m¨¢s ingrato de la actividad p¨²blica es que, tarde o temprano, las taras personales que s¨®lo conocen los ¨ªntimos pasan a ser advertidas por todos. Despu¨¦s de que empezaran a publicarse los casos de corrupci¨®n ocurridos durante el anterior Gobierno socialista, hubo antiguos conocidos de m¨¢s de un protagonista que aseguraron que la cosa no les cog¨ªa de sorpresa y que hac¨ªa mucho tiempo que sab¨ªan de la predisposici¨®n a la sisa de los corruptos. Parece que ese era tambi¨¦n el caso de Bartol¨ªn, aunque su fama era otra diferente a la de la rater¨ªa: si la gente de un pueblo se pone de acuerdo en llamar Bartol¨ªn a alguien que mide un metro noventa, debe de ser por algo. En esos casos, los diminutivos hirientes suelen estar provocados m¨¢s por la conmiseraci¨®n que por la ternura. En los pueblos hay bastante mala leche, pero los motes se ganan a pulso. Parece incre¨ªble que alguien trate de fingir un secuestro optando por el tren como medio de transporte, que vaya en taxi a la estaci¨®n, que, en vez de tratar de pasar desapercibido, le d¨¦ conversaci¨®n al conductor y le deje a deber veinte duros, y que, por ¨²ltimo, transmita la noticia a trav¨¦s de su propio tel¨¦fono m¨®vil. Pero el asunto va tomando otro aire cuando uno se entera de que la gente de su pueblo llamaba Bartol¨ªn a la falsa v¨ªctima. Uno de los principales problemas de estos tiempos es que la notoriedad se est¨¢ poniendo muy barata: cada d¨ªa resulta m¨¢s f¨¢cil hacerse famoso. Ya no hay que descubrir vacunas, ni complicados teoremas, ni explorar peligrosas tierras ignotas. Ni hay que escribir, ni pintar, ni componer nada. Tampoco hay que sacrificar la juventud para lograr una proeza deportiva y saltar m¨¢s alto o correr m¨¢s r¨¢pido que nadie. No hay que tirarse al ruedo de espont¨¢neo ni tener la paciencia necesaria para hacer la torre Eiffel con palillos de dientes. Es tanta la demanda que existe de h¨¦roes cotidianos que los medios de comunicaci¨®n se contentan con cualquier cosa. Basta confesar en un programa de medianoche que uno se lo hace con un caniche o fingir un secuestro para aspirar a lo m¨¢ximo, a la gloria de los telediarios, y no tener que contentarse con salir en la televisi¨®n local, y de refil¨®n, el d¨ªa de la romer¨ªa de la patrona. La pol¨ªtica -incluso la pol¨ªtica local- funciona como adecuado bander¨ªn de enganche de la notoriedad. Esta met¨¢fora castrense no es gratuita. Por lo que se ve en este y en otros casos, en la admisi¨®n de militantes los partidos pol¨ªticos act¨²an con la misma l¨®gica que la Legi¨®n: no se hacen muchas preguntas ni se exigen conocimientos espec¨ªficos. No hay que deslomarse entrenando, ni jugarse la vida frente a un toro. Tampoco se necesita una gran inteligencia, ni siquiera una inteligencia media: para callar, obedecer y aplaudir a tiempo no hace falta mucha agilidad mental. M¨¢s bien, al contrario, es conveniente poseer unas neuronas perezosas y remolonas. Bastan los reflejos tensados por el h¨¢bito del perro de Paulov, por poner como ejemplo un animalito que alcanz¨® la celebridad. Lo malo es que a veces pasan las cosas que pasan. Pero, entretanto, est¨¢n asegurados la obediencia, el aplauso y el silencio c¨®mplice. Y parece que de eso se trata.
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