Caminos a Roma
Parafraseando aquello de que todos los caminos conducen allí, es buena ocasión para hablar sobre cuáles y qué sendas tales conducen la danza espa?ola a los a?os venideros, a los nuevos espacios (virtuales o no), al siglo XXI, al apogeo de la cultura mediática. Una de tales posibilidades o vectores es la trazada por una generación pujante de cambios y de fuerza, de calidad y de riesgo, y a ella pertenecen, cronológica y estilísticamente, Aída Gómez, Javier Latorre, aun otros nombres que hoy no están en las filas de la compa?ía titular espa?ola, pero que partieron de ese origen común poco estudiado en lo estético (Joaquín Cortés, Antonio Márquez, Antonio Canales). Entre todos, entre talento y luchas, entre pinchazos o éxitos, se fragua un cambio sustancial en el todo del ballet espa?ol sobre el que no es fácil aventurar venturas.El debú del Ballet Nacional de Espa?a en el Teatro Real, ocasión histórica en sí misma, no ha sido todo lo brillante que se deseaba. Había una sensación de tránsito, lo que se entiende claramente. El nuevo equipo heredó parte de este estreno, y esto no es una justificación a los errores, que los hubo, desde las luces a la peluquería.
Ballet Nacional de Espa?a
Ritmos: Alberto Lorca / José Nieto; A mi ni?a Manuela: Eva La Yerbabuena / Paco Jarana; Silencio rasgado: Aída Gómez / Jorge Pardo; Luz de alma: Javier Latorre / música popular.La Celestina: coreografía: Ramón Oller; música: Carmelo Bernaola; dirección escénica y libreto: Adolfo Marsillach; escenografía y vestuario: Montse Amenós García; iluminación: Alberto Faura. Dirección musical: José Ramón Encinar. Dirección artística: Aída Gómez. Teatro Real, Madrid. 24 de junio.
Loable sin duda que el teatro mismo produzca un ballet de creación. Ojalá sean muchos en el futuro. Pero la pujanza puede con el rigor, el impulso con la mesura que siempre necesita la danza. El baile siempre juega con su propio precipicio. La cuerda floja puede tener las medidas del escenario del Real.
Comenzó Ritmos, demostrando sus valores, su excelencia plástica y gráfica, sus trajes que no envejecen y su coreografía que acusa una justa y exquisita geometría. Encinar colapsó la partitura de Nieto con una dirección agresiva que no tuvo en cuenta a los bailarines, amén del desafortunado énfasis en la percusión. Después, Eva La Yerbabuena dio su honesto baile, envolvente (como el bello traje que le ha hecho Pedro Moreno), entregada en su zona fuerte, que es el acento duro, la lucha entre el zapato y el oído; a pesar, ella inspira siempre una ternura.
Tiene riesgo poner dos solos de mujer uno tras otro. Acto seguido, Aída Gómez bailó su pieza. Agudos contrastes, dos tipos de virtuosismo, ambos de escuela: de lo jondo a la estilización contemporánea. La nueva directora se apunta así a esa corriente de neoflamenco escénico, desnudo, con fondo de fusión y quizá exceso de efectismos. Así y todo, Aída es una bailarina grandísima, de detalles y nervio. La pieza de Latorre (ya vista y comentada de su estreno neoyorkino) hizo lema de los mismos postulados.
Baile y partitura
La Celestina tuvo sus dos mejores bazas en un Ramón Oller maduro y en un Carmelo Bernaola pleno de oficio e inspiración. La coreografía del primero es un esfuerzo dignísimo; la partitura del segundo, bellamente orquestada, recrea ambientes, busca tránsitos, borda los lentos del drama. El libreto de Marsillach sintetiza la obra con acierto y solamente sobran los textos (casi nunca el baile necesita de esa palabra en off). El Calisto de Rubén Olmo es técnicamente solvente y Gala Vivancos merece un aplauso rotundo. Es el primer gran papel de su carrera, y debe hacerlo en una cuerda mixta que va del clásico a la danza moderna, con una pantomima original que evita ser Julieta, y lo logra, demostrando lo útil que es para una bailarina tener una formación de amplio espectro. Oller, así, se inscribe por derecho propio en el baile espa?ol, en su devenir, en su trazado, en sus puntos de fuga.
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