El desconocido
Incluso en la severidad de la Sala Segunda del Tribunal Supremo el calor de verano provoca una cierta lasitud, una desgana o un relajo de final de curso y vacaciones pr¨®ximas. Americanas y corbatas han ido desapareciendo en los bancos del p¨²blico: las acreditaciones de prensa cuelgan ahora del bolsillo de una camisa de manga corta, del cintur¨®n de unos vaqueros. Debajo de las togas negras las letradas ya no llevan medias, y algunas calzan las livianas sandalias de verano. Incluso el presidente accede de vez en cuando a sonre¨ªr abiertamente, como esos directores que en los d¨ªas finales del curso dejan un poco a un lado la seriedad del cargo.Como en las escuelas cuando llega junio, las sesiones son ya m¨¢s cortas, y tambi¨¦n se tiene la sensaci¨®n de que la suerte ya est¨¢ echada. Lo que sucedi¨® en el pasado va importando menos que lo que suceder¨¢ dentro de unas semanas, cuando se dicte sentencia. Seg¨²n han ido pasando los d¨ªas y arreciando el calor, el pasado se alejaba tambi¨¦n de una manera muy perceptible, en la misma medida en que se van desdibujando los testimonios de la noche del cuatro de diciembre de 1983, a la que ya nadie alude en las ¨²ltimas sesiones, despu¨¦s de haberla querido reconstruir con tan imposible y minuciosa exactitud durante las primeras semanas del juicio. Hoy ni siquiera ha sido pronunciado el nombre de Segundo Marey, que se volvi¨® tan borroso nada m¨¢s abandonar la sala con sus hombros cargados y sus andares de enfermo, cada vez m¨¢s espectro de su propia memoria, ¨²nico y obsesivo habitante de aquel espacio de terror y oscuridad y de aquel tiempo sin horas ni d¨ªas ni noches del que no parece que haya regresado nunca.
Ya no importa saber qu¨¦ sucedi¨® en una caba?a de pastores, en la ladera de un monte, en lo m¨¢s crudo de un mes de diciembre, sino qu¨¦ cosas se hablaron, se prometieron o acordaron en diciembre de 1994 en el despacho del director de un peri¨®dico, o qu¨¦ conexiones se pueden establecer entre lo dicho, prometido o acordado en aquella reuni¨®n y la cadena de interrogatorios y encarcelamientos a que fue dando lugar el juez Garz¨®n a partir de aquel d¨ªa, con una determinaci¨®n fr¨ªa e inflexible no se sabe si de justicia o de revancha personal, o si es posible que de las dos cosas a la vez.
Pero est¨¢ claro que aqu¨ª pisamos el umbral de otra historia que ya no es del todo la del secuestro de Segundo Marey: un d¨ªa de enero de 1995, Juan de Justo, antiguo secretario de Rafael Vera, llega a casa a comer y su mujer le dice que debe presentarse en la Audiencia Nacional, que han venido dos polic¨ªas a buscarlo. Sobresaltado, se apresura a ir; en el juzgado n¨²mero 5, del que Garz¨®n es titular, reconoce con alivio a la secretaria, con la que cree que le une cierta familiaridad. Pero empieza a darse cuenta, a la manera gradual de Josef K., que est¨¢ convirti¨¦ndose en un desconocido, porque hay s¨ªntomas del infortunio que los dem¨¢s advierten antes que nosotros. Pregunta por qu¨¦ lo ha citado el juez y la secretaria, en vez de darle una respuesta, le dice que lea El Mundo. Pasan los minutos y el juez tarda mucho en llegar: quien tarda da m¨¢s miedo. Llega Garz¨®n y Juan de Justo descubre que tampoco ¨¦l parece conocerlo: el juez, con quien trat¨® mucho mientras los dos estaban en el Ministerio del Interior, lo mira como si no lo hubiera visto nunca, le pide formulariamente que se identifique, que se reconozca, en el extra?o lenguaje procesal.
Poco a poco Juan de Justo comprende que est¨¢ dejando de ser el hombre normal que lleg¨® unas horas antes a comer a su casa como todos los d¨ªas: ahora es un sospechoso a quien se interroga durante horas y a quien se amenaza con la c¨¢rcel. Cualquier pormenor agrava la sensaci¨®n de la desgracia, el estupor de lo irreparable. Cada pocos minutos sonaba un tel¨¦fono m¨®vil y el juez Garz¨®n deten¨ªa el interrogatorio para contestar brevemente a las llamadas. Pero tambi¨¦n el fiscal entraba e interrump¨ªa, tray¨¦ndole a Garz¨®n breves notas manuscritas. El tel¨¦fono m¨®vil no estaba encima de la mesa: el juez lo ten¨ªa guardado en su cartera, y cada vez que empezaba a sonar se inclinaba y abr¨ªa la cartera y buscaba el tel¨¦fono entre los papeles, y el timbre segu¨ªa sonando para suplicio de los nervios ya trastornados de Juan de Justo, y cuando por fin Garz¨®n dec¨ªa s¨ª o no y desconectaba el tel¨¦fono y volv¨ªa a guardarlo en el interior de su cartera, en vez de dejarlo encima de la mesa, entraba de nuevo el fiscal y le entregaba una nota dici¨¦ndole algo en voz baja, y mirando tal vez de soslayo al hombre que estaba a punto de ir a la c¨¢rcel, viendo definitivamente la cara de ese desconocido en el que Juan de Justo est¨¢ a punto de convertirse, la cara que ¨¦l mismo s¨®lo ver¨¢ esa noche cuando se mire por primera vez en el espejo del lavabo de su celda.
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