Realismo sucio
Llevamos la maldici¨®n encima. Nuestra verdadera maldici¨®n (concreta y tangible, tan distinta a la hip¨®tetica del pecado original) se puede ver, medir e incluso oler. De hecho, el Departamento de Medio Ambiente de la Diputaci¨®n de Bizkaia la ha visto y medido (quiz¨¢s no directamente olido), para informar al fin sobre sus exactas dimensiones: los vizca¨ªnos depositan en los centros recreativos del territorio, gestionados por la administraci¨®n foral, un kilogramo y medio de basura por persona. Como uno no piensa que los vizca¨ªnos, a pesar de nuestro pasado sider¨²rgico y minero, seamos m¨¢s mugrientos que el com¨²n de los mortales, hay que suponer que la situaci¨®n es grave, grave en Bizkaia, en el Bajo Bidasoa, en las costas de Levante o en el Estado federado de Montana. Buena estad¨ªstica, la del kilo y medio de mierda por persona, para remover nuestras conciencias. Uno piensa que va a dar un pase¨ªto por el parque de Urkiola y lo que de verdad hace es dejar en ¨¦l su apestosa marca de marciano postindustrial, de extraterrestre que acude a la naturaleza de visita, como extranjero a un territorio desconocido. Beneficiarios de toda una constelaci¨®n de productos envasados, dejamos sobre el planeta (aquella parte del planeta que a¨²n permanece a salvo de nosotros), un rastro porquerizo. La informaci¨®n local coincide a estos efectos con noticias m¨¢s remotas. Hace poco volv¨ªan a recordarnos las toneladas de desperdicios que jalonan las faldas del Everest o los amasijos de tralla industrial con que las bases permanentes en la Ant¨¢rtida atormentan a las colonias de ping¨¹inos. El que escribe estaba convencido de que el alpinismo, presunta saludable actividad, no tra¨ªa nada bueno (s¨®lo hay que ver cu¨¢ntos amantes de la vida sana mueren mientras escalan, bordean precipicios o intentan escapar de los aludes) para el ser humano del siglo XX. Pero ahora sabemos que tampoco trae nada bueno para la naturaleza, o para lo que queda de ella, despu¨¦s de nuestros reiterados abordajes. La naturaleza, guste m¨¢s o guste menos, no es ya nuestra enemiga, pero tampoco nuestra casa. Una absurda vertiente de la ideolog¨ªa dominante procura convencernos de lo bueno que resulta visitarla. Lo ¨²nico claro es que no resulta bueno para ella. Somos para los ¨¢rboles m¨¢s nocivos que el gas sar¨ªn para los usuarios del metro. Cargamos nuestra impl¨ªcita bazofia, nuestro pl¨¢stico indeleble, el berreo de los ni?os y la estridencia de transistores gratuitos. Al final, en la naturaleza, el ser humano s¨®lo molesta. De paseo por el merendero o en la reclusi¨®n monacal del campamento base, transe¨²ntes o alpinistas cargan con latas de fabada preparada y con rollos de tis¨² de doble capa. En el fondo, resulta que somos demasiados. Y el verano nos revela el portentoso n¨²mero. Y sobre todo el peso de nuestra ecol¨®gica presencia: kilo y medio de porquer¨ªa, kilo y medio de residuo veraniego que en el mejor de los casos acabar¨¢ en horr¨ªsonos contenedores industriales. El que escribe visit¨® hace pocos d¨ªas Asturias, donde esperaba armonizar su esp¨ªritu con la montaraz naturaleza cant¨¢brica. Af¨¢n ingenuo: no hab¨ªa sino mera desolaci¨®n despu¨¦s de transitar por Cangas de On¨ªs, el reducto resistente de Don Pelayo, que ya ha sido convertido en un poblado tur¨ªstico repleto de restaurantes, arrendadores de jeeps y de canoas, agencias de toda laya que organizan excursiones con todo tipo de medios de transporte. El que escribe, desolado, renunci¨® a a?adir su coche a la innumerable flotilla que atestar¨ªa en aquel momento los lagos de Covadonga. Ecol¨®gico, naturalista, verdaderamente concienciado, eligi¨® ya de vuelta a casa la opci¨®n m¨¢s efectiva para que en alguna parte siga existiendo un poco de suelo virgen: volver al bar, donde envenenarse a gusto, sin envenenar los parques naturales que tutela la Diputaci¨®n del territorio.
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