Ninguna eternidad como la m¨ªa
de ?ngeles MastrettaIsabel entr¨® como una flecha al principio de la segunda clase. Madame Giron la mir¨® con un reproche y no mostr¨® piedad al notar sus ojos atribulados, su gesto huidizo, su cuerpo en congoja. De sobra conoc¨ªa ella caras como ¨¦sa. Las hab¨ªa visto una y otra vez desbaratando la carrera de mujeres que hubieran sido grandes bailarinas y en cambio fueron medianas madres de familia. No les daba tregua. -Primer y ¨²ltimo aviso Isabel Arango. Este lugar es tu vida o te llevas tu vida a otra parte. Endereza los hombros y p¨¢rate como si nada te doliera.-Pero si todo me duele -dijo Isabel.
-El arte necesita una dosis de dolor. No nos cuentes tu pena. Menos si es de amores. Vamos. Quinta posici¨®n. Misma rutina. Adelante.
Resumen de los publicado: Isabel Arango llega a la capital desde su pueblo a los 17 a?os para estudiar danza con madame Giron
En la ciudad de M¨¦xico, donde se aloja en casa de Prudencia Migoya, vive un amor apasionado con el poeta Javier Corzas. Hasta que en un anochecer como tantos que pasaron juntos, Javier le anuncia que se va a Espa?a, donde le ofrecen un trabajo. Y que se van a separar. Isabel llora por este final que no le cabe ni en la entra?a ni en la cabeza. Y recibe consuelo y consejo dedo?a Prudencia.
La m¨²sica empez¨® a sonar como otra orden sobre los o¨ªdos de Isabel y ella la sigui¨® urgida de una cura. Hab¨ªa perdido toda la hora de calentamiento y, sin embargo, pod¨ªa levantar las piernas m¨¢s alto que nunca y estirar la cintura como si los hombros se los jalaran desde el cielo. Sus brazos alargados expresaban tristeza y toda ella parec¨ªa un ensue?o de cristal ardiente, bailando como si no tuviera otro destino.
-?Te enojaste con Corzas? -le pregunt¨® Pablito.
-??l te dijo algo? -pregunt¨® Isabel.
-Me lo dices t¨², que est¨¢s bailando como si s¨®lo esto tuvieras.
-S¨®lo esto tengo -dijo Isabel-. A Corzas lo invitaron a trabajar en Espa?a.
-Perm¨ªteme que lo dude -dijo Pablito-. Yo lo que o¨ª es que en tel¨¦grafos lo trasladan al sureste y que andaba como perro sin due?o queriendo hacerse rico para quitarte del baile.
-T¨² est¨¢s loco, a ¨¦l le gusta que yo baile -dijo Isabel.
-Un rato chula. Luego todos quieren cama y cocina caliente.
-Corzas es distinto -dijo Isabel.
-Todos son distintos hasta que se vuelven iguales.
La maestra se detuvo en el centro del sal¨®n y aplaudi¨® interrumpiendo los corrillos para retomar la clase:
-Isabel, conc¨¦ntrate. Est¨¢s bailando muy bien como para distraerte. Nunca elogiaba a la hora de ense?ar. Por eso, para Isabel, aquello de "est¨¢s bailando muy bien" fue como un b¨¢lsamo. La siguiente hora y media bail¨® a¨²n mejor que la anterior.
-Poquito m¨¢s que correcto -le dijo Madame Giron antes de abandonar la sala. Hab¨ªan terminado los ejercicios de ese d¨ªa con una rutina en el suelo. Ah¨ª se quedaron Isabel y Pablito tomados de la mano, cur¨¢ndose los mutuos abandonos. Ah¨ª los encontr¨® cuchicheando Javier Corzas cuando apareci¨® en busca de Isabel.
Al verlo entrar, ella rod¨® el cuerpo y qued¨® boca abajo, con la cara escondida entre los brazos.
-?Tan r¨¢pido ya te quieres arrepentir de tus chingaderas? -le pregunt¨® Pablo levant¨¢ndose de un salto.
-T¨² no te metas, cabr¨®n -le dijo Corzas empuj¨¢ndolo.
-Y t¨² no me empujes, machito de mierda. ?Qu¨¦ te crees? ?Por qu¨¦ le inventas que te vas a Espa?a? ?No tienes coraz¨®n para ser humilde y aceptar que s¨®lo vas aqu¨ª a la vuelta?
-?Te quieres callar? -dijo Corzas-. V¨¢monos, Isabel.
-?A Espa?a? -le pregunt¨® Isabel sin moverse del suelo.
-A donde quieras -contest¨® ¨¦l.
-A mirar los volcanes -dijo Isabel, y se levant¨® riendo, se puso la ropa encima de las mallas y, sin quitarse los zapatos de puntas, sigui¨® a Corzas rumbo a la casa en la que gastaron la tarde yendo y viniendo por sus cuerpos desolados como si llevaran siglos extra?¨¢ndose.
Por una semana, nadie supo de ellos. Pasaron los d¨ªas mir¨¢ndose las risas, y las noches, caminando y bebiendo hasta la madrugada.
-?A d¨®nde te vas cuando bailas como si te perdieras? -le pregunt¨® Corzas a las tres de la ma?ana del s¨¢bado.
-A la gloria -dijo Isabel evocadora.
-D¨¦jame ir, Isabel -dijo Corzas-. S¨¢lvate de m¨ª.
Hab¨ªan bebido de m¨¢s y de m¨¢s tambi¨¦n se quisieron esa noche. Cuando por fin el cansancio los adormeci¨® a uno en el otro, un gallo de pueblo cant¨® en mitad de la ciudad y los p¨¢jaros empezaron su alboroto como si nada.
Isabel despert¨® con el sol pic¨¢ndole los ojos y encontr¨® vac¨ªo el otro lado de la cama. Se acurruc¨® dici¨¦ndose que Corzas hab¨ªa bajado a la calle por el peri¨®dico. Pero, tras media hora de espera, un susto le pic¨® el ce?o. Se levant¨® de un salto y camin¨® hacia la mesa en que Corzas pasaba horas leyendo. La sorprendi¨® un orden que no hab¨ªa el d¨ªa anterior. No estaba el tiradero de libros y cuadernos de Corzas. En su lugar s¨®lo hab¨ªa una caja de madera de olinal¨¢. Isabel la abri¨® con m¨¢s curiosidad que aprensi¨®n. Dentro encontr¨® el pa?uelo de colores que le hab¨ªan comprado a una gitana el d¨ªa que les predijo largos a?os de amor y felicidad, dos servilletas en las que Corzas le hab¨ªa escrito poemas, el programa del concierto en que estuvieron el viernes, un pedazo de pared desprendido del muro de una capilla colonial cuando se besaban recarg¨¢ndose en ¨¦l, dos caramelos y una carta de Corzas pidi¨¦ndole perd¨®n por irse sin ella. Isabel la ley¨® sin llorar una l¨¢grima. Luego, se lav¨® la cara. Pein¨® sus cabellos en desorden, carg¨® la caja y sali¨® del cuarto como quien deja el cielo.
Lleg¨® a la casa de Prudencia Migoya por ah¨ª de las tres de la tarde y la encontr¨® comiendo a solas en una mesa con platos y cubiertos para una persona m¨¢s.
-?Esperas a alguien? -pregunt¨® Isabel.
-A ti, mi diablo -dijo la se?ora Migoya con una sonrisa grande como una casa de beneficencia p¨²blica. -Podr¨ªa yo suicidarme -dijo Isabel, dejando que unas l¨¢grimas gordas le cruzaran la cara.
-Si ese final merece tu historia -contest¨® Prudencia Migoya-.
Yo dir¨ªa que quien ha merecido la dicha puede soportar la desgracia, y que toda emoci¨®n santifica. -Yo no quiero santificarme -respondi¨® Isabel, derrotada.
-Pero quisiste el cielo. No hay cielo eterno. Ahora tienes que soportar el desfalco de perderlo. Aunque la tierra tambi¨¦n tiene sus encantos. Te voy a dar una probadita de alguno.
Prudencia Migoya se levant¨® a calentar una sopa de hongos que puso frente al duelo de Isabel junto con una cesta de tortillas.
-No llores y come un poco. Te queda mucho por vivir. -Tengo ganas de morirme -dijo Isabel empujando la sopa. -Con que tengas ganas de algo -le contest¨® Prudencia acerc¨¢ndole la cuchara a los labios.
Isabel prob¨® un poco de caldo y luego volvi¨® a llorar durante los dos meses que siguieron a esa tarde. Lloraba camino a las clases y llorando bailaba todas las horas de su rutina diaria. Llorando com¨ªa un poco, llorando se iba a dormir y dormida so?¨® que lloraba.
-Mientras baile as¨ª, aunque llore as¨ª -dijo Madame Giron, sin una gota de l¨¢stima. Prudencia, en cambio, la consent¨ªa hasta el extremo de cantarle en las noches para que se durmiera.
-No hay como un arco iris cuando llueve -dijo una tarde abraz¨¢ndola. Luego empez¨® a planear una excursi¨®n hasta el pueblo de Amecameca, en las faldas de los volcanes. Isabel fue con ella como iba a todas partes, son¨¢mbula y hermosa, llorando.
-Parecen eternos -dijo tras una hora de contemplar los volcanes en silencio.
-Son lo m¨¢s cercano a la eternidad que conocemos -dijo Prudencia-.
Ni tus l¨¢grimas van a durar tanto. -Ni mis l¨¢grimas -acept¨® Isabel. Hab¨ªa dejado de llorar hac¨ªa una hora-. Espero que ning¨²n desamor sea tan largo. Pero mi breve paso por el cielo, ¨¦se s¨ª que dur¨® tant¨ªsimo. Tengo a estos volcanes de testigos. Ninguna eternidad como la m¨ªa.
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