Hotel espl¨¦ndido
?Conoce usted alg¨²n hotel?, me pregunta el extranjero extraviado y rendido, jorobado por la mochila inmensa, porque todos los hoteles est¨¢n completos, calle Pintada abajo, en Nerja. S¨ª, conozco hoteles: ahora mismo estoy viendo un hotel de ingleses ancianos, en invierno, el Hotel Sexi de Almu?¨¦car. O no: es verano, y toca una orquesta con cantante: Anda chiquillo, tira el cigarrillo y vete a tu casa. Bajo, piano y bater¨ªa. Es el Hotel Sexi, demolido hace muchos a?os. Una vez mi padre regent¨® un hotel cerca de la Alhambra, y yo fui botones. Aunque no tuve uniforme, vi en aquella actividad el principio de mi gran imperio hotelero: un matrimonio americano, del Norte, me dio mi primer billete por subirles la maleta a la habitaci¨®n. Decid¨ª enmarcar el billete y colgarlo en mi futuro despacho de magnate del turismo. ?D¨®nde est¨¢ aquel billete? Sigui¨® el destino de mi cadena hotelera. Se perdi¨® en el tiempo. Se dilapid¨®. Los hoteles hechizan: son algo fantasmales. Hay una Biblia en un caj¨®n, y una gu¨ªa de tel¨¦fonos, libro sabio que dice la verdad y resuelve con exactitud las dudas que uno le plantea. Pero los otros cajones est¨¢n vac¨ªos, como si ofrecieran al viajero una vida sin memoria, nov¨ªsima. Yo me despert¨¦ como un fantasma en el Hotel Victoria de Ronda, donde las vitrinas guardan cafeteras y tazas tocadas por una reina, y en algunos muebles a¨²n perviven las huellas del hondo poeta Rilke. A las cinco de la ma?ana me despert¨® el tel¨¦fono: -Se?or, su taxi lo espera. Y, lo dice Proust, cuando despiertas en medio de la noche, al ignorar en un primer instante d¨®nde te encuentras, ni siquiera sabes qui¨¦n eres. As¨ª despert¨¦ en Ronda, cuando son¨® el tel¨¦fono a las cinco, fantasma en el hotel fantasma. ?Qui¨¦n era yo? ?Qui¨¦n era ese viajero que hab¨ªa pedido un taxi? O yo no era yo, que no hab¨ªa pedido ning¨²n taxi a las cinco de la ma?ana, o era yo, que hab¨ªa pedido un taxi y hab¨ªa perdido la memoria. M¨¢s fantasma fui en el Hotel Abazia de Trieste, porque nadie en el mundo sab¨ªa que yo estaba en Trieste y en aquel hotel, hu¨¦sped del ¨²ltimo piso, en una habitaci¨®n de techos cruelmente inclinados: para mirarme al espejo y afeitarme ten¨ªa que doblar la cabeza hacia la izquierda. Para ver la televisi¨®n desde la cama ten¨ªa que hacer una humilde e inacabable reverencia al televisor. Poco a poco me iba acostumbrando a no existir, porque s¨®lo existe lo que es percibido, y yo no era percibido en absoluto, y poco a poco me iba acostumbrando a ser el mutante inclinado de Trieste. As¨ª que entiendo al forastero que busca la luz del hotel despu¨¦s del cansado viaje. Y a quien huye y quiere ser otro en la habitaci¨®n donde nunca hab¨ªa dormido antes: en el Hotel Hydropatic, en Arrogate, Inglaterra, en diciembre de 1926, una tal Theresa Neele cantaba, bailaba, jugaba al billar y se re¨ªa con los clientes. Y entonces el marido de Agatha Christie, sospechoso de haber asesinado a su esposa, misteriosamente desaparecida, identific¨® a la alegre Theresa Neele: era la entonces triste Agatha Christie, que se hab¨ªa ido de casa despu¨¦s de descubrir que su marido la enga?aba.
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