Emperadores indefensos
Circe la maga (vieja conocida), la que transformaba a los hombres en cerdos, era famosa por emplear bebedizos y p¨®cimas para realizar el mal: venenos, en definitiva. El arquetipo de la envenenadora fue heredado, m¨¢s tarde, por la p¨¦rfida madrastra de Blancanieves, la sirena Lucrecia Borgia y las ancianitas encantadoras de Agatha Christie, que nos ense?¨® a desconfiar del t¨¦ en cuyo aroma descubri¨¦semos leves recuerdos de almendras amargas. La violencia pertenec¨ªa a los hombres, a los poderosos. El veneno, la perfidia, quedaba relegada a las mujeres, a los d¨¦biles. El terror al veneno, que dominaba a emperadores y papas, nac¨ªa de la certeza de que no pod¨ªa evitarse la muerte, de que no hab¨ªa posibilidad de un enfrentamiento leal y abierto, como se daba en las rebeliones. Como contra a un tumor maligno, as¨ª hab¨ªa que ponerse en guardia contra los seres cercanos y queridos. Por esas razones, y muchas m¨¢s, resulta dif¨ªcil no sentir una vaga inquietud cuando se sabe que en Bilbao, en el barrio de Rekalde, se ha encontrado, dentro de un local medio abandonado, cierta cantidad de cianuro y amianto. El primero invoca la muerte. El segundo abandon¨® hace tiempo su fama de protector contra el fuego, de tejido invencible propio de bomberos, para revelar su faceta de oscuro factor de enfermedad; destroza los pulmones, impide la respiraci¨®n. Los peri¨®dicos recogen estas noticias en las secciones de sucesos, en noticias breves, sin posible comparaci¨®n con los extensos espacios dedicados a la pol¨ªtica o la econom¨ªa. Y, ciertamente, dichas secciones demandan una separaci¨®n clara, cuanto m¨¢s definida mejor. Los grandes esc¨¢ndalos surgen cuando la pol¨ªtica y los sucesos se entremezclan. Inquietante es encontrar venenos en las calles, en los solares; terror¨ªfico descubrirlos en las grandes palabras de los pol¨ªticos. Como indefensos papas, due?os de votos y opiniones, tan fr¨¢giles, como emperadores a merced de favoritos ambiciosos y sedientos de poder, esperamos incr¨¦dulos las luchas, los debates, los acuerdos leales y nobles que habr¨¢n de asegurar la paz en nuestro reino. El miedo a la traici¨®n, imperceptible, anida en alg¨²n lugar, desterrado por la seguridad y la confianza en los vasallos. Sin embargo, el veneno nos es suministrado poco a poco, en leves dosis diarias; debilita la fuerza, nubla el sentido y nos condena, pobres emperadores sentenciados, a delegar funciones m¨¢s importantes a aquellos que deb¨ªan servirnos, a esos a los que nosotros elevamos a un puesto de poder. La enfermedad llega, y con ella la ceguera, y la necesidad absoluta de aferrarnos a la vida y a aquellos en los que confiamos. Y as¨ª, ancianos, ciegos y enfermos, entregamos nuestra existencia a los que nos envenenan, sin prestar atenci¨®n a rumores ni a advertencias; "tanto puede la envidia", pensamos; "pero ¨¦l me ser¨¢ fiel, ¨¦l me defender¨¢ de las acechanzas siniestras, a m¨ª me debe riqueza y honores". Entonces, de la mano de los siervos que encumbramos, arriba la muerte. Algunos seres dieron con el ant¨ªdoto; o su constituci¨®n, m¨¢s fuerte, resisti¨® la brutal acci¨®n del veneno. Caminan lentamente, con el rostro gris¨¢ceo y sombr¨ªo, y la expresi¨®n de quien ha sufrido un desenga?o amoroso. Hablan sin alegr¨ªa, respiran con dificultad y arremeten contra todo lo que les recuerde el enga?o; los que a¨²n permanecen sanos, los que creen todav¨ªa en sus validos, mueven la cabeza y les acusan de pesimistas, de juzgar a todos por su experiencia aislada. Mientras tanto, mientras hojean indolentemente el peri¨®dico, se llevan a los labios la copa envenenada. Y los que estuvieron a punto de sucumbir se alejan, y repiten una y otra vez: "No hay esperanza, no para los ciegos, no hay esperanza"...
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