Convivir con ¨¢rboles
Todos los ¨¢rboles, salvo el geneal¨®gico, han sido desde que el mundo es mundo los m¨¢s perseverantes valedores de la vida del hombre. Eso lo saben hasta quienes los arrancan o los mutilan o los queman. Entre el ¨¢rbol original del ed¨¦n y el de nuestros ¨²ltimos para¨ªsos privados, cabe toda esa inextinguible sucesi¨®n de alianzas que nos unen al reino vegetal. El hecho de respetar esas alianzas nos ha convertido en supervivientes, mientras que su violaci¨®n ha propiciado toda clase de infortunios. Si la historia del hombre supone una inmemorial convivencia con los ¨¢rboles, ?por qu¨¦ son cada vez m¨¢s frecuentes los intentos de quebrantar esa convivencia? Las nuevas construcciones llevan consigo destrucciones de bosques enteros; la explotaci¨®n incontrolada provoca la ruina de muchas especies arb¨®reas; los incendios de cada d¨ªa aceleran la desertificaci¨®n; la flora urbana se extingue arrasada por el tr¨¢fico o talada por desaprensivos; cada a?o desaparecen m¨¢s de 15 millones de hect¨¢reas de arbolado, una extensi¨®n equivalente a la de las comunidades de Andaluc¨ªa y Castilla-La Mancha juntas. Seguro que nada de eso puede tener una explicaci¨®n distinta a la promovida desde los focos hereditarios de la barbarie. Aunque detesto los argumentos catastrofistas, tampoco quiero olvidar que ese ¨¢rbol "apenas sensitivo" mantiene el equilibrio ecol¨®gico de la biosfera, regula el clima, genera alimentos, maderas, ornatos, sombras. Su met¨®dica destrucci¨®n se parece mucho a una paulatina forma de autodestrucci¨®n. Incluso no ser¨ªa ninguna hip¨¦rbole aventurar que ese exterminio en cadena est¨¢ ya ocasionando, como ocurre en el mar, un aumento pavoroso de las llamadas zonas muertas. Siempre he procurado -y ahora m¨¢s- rodearme de ¨¢rboles. A algunos los he visto nacer, han crecido a mi lado y los conozco muy de cerca. Suelo conversar con ellos a menudo, y yo creo que me hacen bastante caso. No mucho: el suficiente. Y tengo la impresi¨®n de que llevan la cuenta de los incendios forestales que asolan el planeta cada a?o. Como dec¨ªa Lewis Carroll, todos los ¨¢rboles intuyen lo que ocurre en el bosque de sus mayores. Pero es como si a muchos se les estuviera extinguiendo esa facultad retrospectiva, como si las decenas de miles de hect¨¢reas de monte que han ardido ¨²ltimamente hubiesen acabado por calcinarles tambi¨¦n la memoria. Y eso es otro desastre. Suelo reiterar mis visitas a los grandes ¨¢rboles que perduran por estas cercan¨ªas: un alcornoque de Do?ana, los ficus gigantes de C¨¢diz, un pinsapo de Grazalema, una araucaria de Sanl¨²car, una sabina de la Almoraima. Su buena salud no implica su inmunidad ante cualquier veros¨ªmil amenaza. Sobre todo porque, aparte de esa nutrida banda de especuladores, vengadores, pir¨®manos y desprevenidos que posibilitan lo que se llama la econom¨ªa del bosque quemado, resulta que el otro d¨ªa, en unas maniobras militares en Le¨®n, unos misiles incendiaron cinco mil hect¨¢reas de pinos. Un fuego real en toda regla. O sea, que ya nada es imposible en cuestiones arboricidas. Tambi¨¦n tenemos al enemigo en casa.
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