La modernidad espectralRAFAEL ARGULLOL
Acostumbramos tener una imagen revolucionaria, abrasadora, disolutiva de la pintura moderna que se incuba en la obra de Goya, alcanza su tono m¨¢s violento en la hoguera expresionista y se precipita finalmente en el pozo sin fondo de la abstracci¨®n. Frente al orden cl¨¢sico de la tradici¨®n tendemos a vislumbrar lo moderno como desorden y descomposici¨®n; a la rigidez del canon se opone el fecundo caos de la libertad formal. La persecuci¨®n de lo nuevo exige un fuego permanente que devore los modelos y desate las energ¨ªas creativas. Aun en nuestro tiempo, ¨¦poca de balances, identificamos la modernidad con el ardor rebelde y con el movimiento. Pero hay asimismo un cauce fr¨ªo, espectral que atraviesa el orden moderno. Hay una modernidad espectral, no menos importante que la din¨¢mica y revolucionaria, cuyas se?as de identidad son la inmovilidad y la introspecci¨®n. Es una modernidad poco confiada en el progreso, hist¨®ricamente descre¨ªda y esc¨¦ptica ante la capacidad de transformaci¨®n ¨¦tica del arte. Ha podido ser falsamente considerada, en consecuencia, como antimodernidad. Es preciso recordar este hecho si queremos calibrar, a los 20 a?os de su muerte, la posici¨®n de Giorgio de Chirico (1888-1978), quiz¨¢ el mejor ejemplo pict¨®rico de esta modernidad espectral, y en esta direcci¨®n el indiscutible maestro tanto de Paul Delvaux, cuyos cuadros pudimos ver hace unos meses en Barcelona, como de Ren¨¦ Magritte, del cual acaba de inaugurarse la exposici¨®n en la Fundaci¨®n Mir¨®. Las razones por las que un artista de su envergadura haya debido enfrentarse al calvario cr¨ªtico al que fue sometido son, desde luego, varias. La m¨¢s invocada es la irregularidad de su trayectoria y su declive, para muchos fulminante, como pintor: De Chirico habr¨ªa tenido, en su juventud, 9 o 10 a?os importantes (entre 1910 y 1920, a?os de la llamada pintura metaf¨ªsica) para ser luego un mediocre ep¨ªgono de s¨ª mismo. De ser esto cierto, y no hay duda de que en parte lo es, Giorgio de Chirico demostrar¨ªa un rasgo indudable del artista moderno. Apenas podemos imaginar a un pintor de la antig¨¹edad en una situaci¨®n semejante y, por lo que sabemos, ning¨²n pintor renacentista fue acusado por ello. No formaba parte de sus mundos la posibilidad negativa de ser repetitivos o, si se quiere, de dejar de ser originales. Desde una estricta observaci¨®n moderna es muy improbable que un artista pudiera tener una entera vida creativa original. El ¨²nico que ha conseguido desempe?ar esta misi¨®n, gracias a su capacidad osm¨®tica para absorber las sucesivas rupturas estil¨ªsticas, ha sido Picasso. Pero, por lo general, a los artistas modernos se les ha atribuido, a lo sumo, un momento de radical fuerza innovadora. M¨¢s all¨¢ de este momento asomaba el silencio, como en los casos de Rimbaud o Duchamp, o simplemente la decadencia, como en el de Dal¨ª. En algunos artistas, este momento o periodo iluminativo alumbrar¨ªa tenuemente el resto de sus vidas. As¨ª ha sucedido con la mayor¨ªa de los expresionistas y de los surrealistas. Un ejemplo sumamente elocuente es el de Edvard Munch, que prolonga obsesivamente durante varias d¨¦cadas los hallazgos realizados en el conjunto El friso de la vida a lo largo de pocos a?os. Parece probado que Giorgio de Chirico fue incapaz de sobreponerse, con posterioridad, al exitoso impacto de su pintura metaf¨ªsica, si exceptuamos sus ¨²ltimas obras, neometaf¨ªsicas, que entra?an un estricto retorno a su momento de auge. Sin embargo, la inc¨®moda situaci¨®n de De Chirico ante la ortodoxia moderna no se debe tanto a los juicios sobre su decadencia cuanto a las incomprensiones suscitadas por su plenitud. Es verdad que la recepci¨®n europea de su pintura metaf¨ªsica fue amplia y profunda, preludiando en parte la explosi¨®n surrealista, pero desde el principio las concepciones est¨¦ticas de De Chirico, presentes en sus cuadros y apasionadamente defendidas en sus numerosos escritos, chocan con los presupuestos ideol¨®gicos sobre los que se sostiene la corriente principal de la vanguardia. Para De Chirico, el arte apenas guarda relaci¨®n con la realidad, a no ser que se le considere un recept¨¢culo de sus escombros. Algo parecido ocurre con la historia, material arqueol¨®gico, conjunto de ruinas igualadas por el tiempo y la distancia. Frente a la posici¨®n historicista de la conciencia moderna ¨¦sta es una de las claves de la modernidad espectral en la que se sumerge De Chirico, y que tan irreductible hace su obra al juicio de los cr¨ªticos. Surge as¨ª la exigencia de un lenguaje objetivo, desolado, g¨¦lido, cuyo antecedente m¨¢s pr¨®ximo es Arnold B?cklin. Alberto Savinio, el hermano de De Chirico, nos ha dejado descrita la veneraci¨®n que despertaba B?cklin en Florencia, ciudad en la que hab¨ªa vivido 30 a?os y donde hab¨ªa pintado La isla de los muertos. No hay duda de que este pintor y, en menor medida, Max Klinger eran las referencias m¨¢s inmediatas de De Chirico, cuyos cuadros anteriores a la ¨¦poca metaf¨ªsica son abiertamente b?cklinianos. La isla de los muertos, con su melanc¨®lica atm¨®sfera de muerte y oscuridad, con su imponente estatismo, era el cuadro favorito de los j¨®venes artistas metaf¨ªsicos: Carr¨¤, Savinio y el propio De Chirico. ?ste integra en su obra la po¨¦tica de la inmovilidad y del silencio que ha observado en B?cklin, pero se aleja paulatinamente de los presupuestos del simbolismo. Para ¨¦l la materia prima de su pintura es toda la historia de la civilizaci¨®n occidental, pero no en su herencia simb¨®lica, sino como sucesi¨®n de objetos o fragmentos que emergen ante nosotros como aparecidos en un sue?o. Como contrapartida, los objetos adquieren vida. Posiblemente De Chirico admiraba en Max Klinger su capacidad para convertir lo com¨²n en ins¨®lito y lo cotidiano en m¨¢gico. ?l sigue la misma senda. Cada objeto tiene su epifan¨ªa particular en el seno de un mundo petrificado. Como ha sido apreciado a menudo, De Chirico propone visualmente los espacios que pueblan, por aquellos mismos a?os, las pesadillas de Kafka. Un mundo deshabitado se corresponde necesariamente con un tiempo suspendido. Excluido el hombre queda excluida tambi¨¦n la medida del tiempo que ¨¦ste ha introducido: el progreso, la historia, la cotidianidad. Los cuadros de De Chirico exhalan el silencio insuperable de la detenci¨®n del tiempo. Hay en esta circunstancia un rasgo decididamente angustioso que aproxima una vez m¨¢s su pintura a las descripciones kafkianas sobre el anonimato y el automatismo de la sociedad moderna. No es raro que los decorados del teatro del absurdo hayan tenido mucho de dechiriquiano, as¨ª como, desde luego, muchas escenograf¨ªas cinematogr¨¢ficas, a la manera de Antonioni. Hay, no obstante, superpuesto al anterior, otro rasgo, nada psicologista, que neutraliza la sensaci¨®n de angustia bajo el arbitrio de un destino ajeno por completo a nuestras vicisitudes: un universo imperturbable, objetivo y objetual, se abalanza sobre p¨¦treas plazas deshabitadas o, como m¨¢ximo, habitadas por sombras o maniqu¨ªes. En esa ausencia de tiempo todo es ajeno al hombre. Entre una y otra dimensi¨®n, entre la angustia del tiempo y su ausencia absoluta se hallan las ambiguas zonas oraculares, las horas de la incertidumbre, el territorio secreto de los augurios: or¨¢culos, horas, augurios se suceden en los t¨ªtulos que Giorgio de Chirico da a sus obras de la ¨¦poca metaf¨ªsica como claro exponente de la eternidad amenazadora que recorre su pintura. Las piazze italianas pintadas por De Chirico depurando los paisajes urbanos de Ferrara, Florencia o Tur¨ªn, nos introducen a ese escenario majestuoso. Una propuesta est¨¦tica tan rotunda en su indiferencia y en su amnesia, tan espectral, tan negadora de cualquier identidad requiere un punto de apoyo, por ambivalente que sea, para evitar el total desprendimiento con respecto a su autor. De Chirico se refugia en el juego de espejos, genuinamente moderno, del doble, del desdoblamiento de planos identificadores. A este prop¨®sito no debe olvidarse que Giorgio de Chirico tiende a vislumbrarse como h¨¦roe, expl¨ªcito u oculto, de su misma pintura, un h¨¦roe altivo y sufriente a la manera de Nietzsche en Ecce Homo. Resulta dif¨ªcil saber si incorpora tambi¨¦n la iron¨ªa de ¨¦ste, pero lo cierto es que nada entusiasmaba tanto a De Chirico como la posibilidad de compararse con el que ¨¦l denominaba "fil¨®sofo polaco": de este modo, Tur¨ªn, ciudad de "la locura de Nietzsche", fue convirti¨¦ndose en su ciudad favorita, modelo de clasicidad, gravedad y secreto. Junto al h¨¦roe se halla el vidente, el profeta, la figura agrandada tambi¨¦n por Nietzsche, a los ojos de De Chirico, con el libro dedicado a Zaratustra. En el espacio vac¨ªo, en el tiempo detenido, bajo el flujo err¨¢tico de recuerdos petrificados, se expresa la ¨²nica fe posible, aqu¨¦lla que hace del arte canto oracular, videncia o, m¨¢s afiladamente, clarividencia. Podemos entender, entonces, que una obra tan cerrada, herm¨¦tica, como la de De Chirico se rige por la potente convicci¨®n del pintor acerca de la misi¨®n visionaria del arte. El arte vela y revela al mismo tiempo la verdad de las cosas: el enigma. No son gratuitos los t¨ªtulos de los primeros cuadros decisivos, pues hacia el enigma conducen las l¨ªneas maestras de la pintura de Giorgio de Chirico. Enfrentarse al arte es, en sentido pleno, adivinar. Y muy particularmente cuando nos enfrentamos a la obra de un artista que pudo declarar: "Todo lo que existe en el mundo est¨¢ pintado como un enigma".
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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