Desertificaci¨®n
Ya estamos de nuevo inmersos en una cumbre mundial para abordar la lucha contra una de las m¨¢s graves enfermedades ambientales. Ahora mismo, delegaciones de casi todas las naciones se re¨²nen en Dakar y el tema al que se enfrentan es nada menos que la irresistible ascensi¨®n de los desiertos del planeta. Menudean estas reuniones en la cima. En ellas se abordan enormes desaf¨ªos con entusiasmo y con no poco rigor. Son aproximaciones al di¨¢logo, casi cosmopolitas, y suelen aportar diagn¨®sticos serios y hasta proponen las consiguientes terapias. Pero casi siempre tanto esfuerzo y bienhacer acaba despe?¨¢ndose por el abismo de la falta de acuerdo, o por el de acordar pero sin fecha. A veces, es m¨¢s, las grandes reuniones internacionales se embarrancan en el aplazamiento para estudiar sencillamente si es posible pasar a la acci¨®n. Mientras, la atm¨®sfera sigue recalent¨¢ndose o el glot¨®n desierto contin¨²a devorando tierras que fueron productivas y acogedoras.Las cifras de lo ambiental a menudo pierden elocuencia por lo apabullantes que resultan y no menos por lo lejanas que parecen. Nadie, al menos donde se toman las decisiones, ve, al asomarse por la ventana, un tren de dunas avanzando hacia la civilizaci¨®n occidental. S¨ª vemos, en cambio, a los hijos del nuevo desierto llamando a nuestras puertas y ahog¨¢ndose porque est¨¢n cerradas. Por eso lo primero que debemos recordar sobre el crecimiento de la aridez en nuestro planeta es que afecta ya directamente a casi 700 millones de personas. Dice la FAO que esa cifra puede superar pronto los 1.000 millones, es decir una quinta parte de los que ahora somos. De confirmarse la tendencia, el desastre podr¨ªa poner en movimiento la mayor irrupci¨®n humana de todos los tiempos. Pero seguimos sin acabar de verlo. Por tanto, reaccionamos poco o mal o nada. Adem¨¢s, puede que la desertificaci¨®n se frene antes de darnos en pleno rostro. Algo que resulta doblemente inexacto desde que, en un mundo global, sabemos que nadie escapa a lo que le sucede a las partes. Por eso conviene repetir los datos.
Dicen los organismos oficiales que desde mediados de siglo el desierto ha conquistado un 10% de las tierras emergidas del planeta. Eso supone algo as¨ª como 14 millones de kil¨®metros cuadrados, 28 veces la superficie de Espa?a. Parece acertado, en consecuencia, llamar imperialismo a la desertificaci¨®n. Pero se trata de un proceso presente, real y activo. La fuerza anexionista que m¨¢s territorio ha conquistado en ¨¦ste, el siglo de los imperialismos. Y lo ha hecho expulsando de muchos territorios a sus leg¨ªtimos propietarios: aguas, bosques, estepas, animales, culturas, es decir, vida, mucha vida.
Demasiado o exagerado son los dos calificativos que brotan cuando se aportan este tipo de datos. Pero no podemos olvidar que casi un tercio de lo que forma la Tierra queda afectado por lo yermo y, adem¨¢s, avanza. Dicen los expertos en desertificaci¨®n que su bulimia acaba con unas dos hect¨¢reas cada segundo. Es m¨¢s, una parte de la misma se est¨¢ abriendo camino desde el sureste espa?ol hacia el coraz¨®n de las regiones del Mediterr¨¢neo norte.
A la inquietante incertidumbre que brota de este tipo de consideraciones s¨®lo podemos dar una respuesta. Me refiero a establecer alg¨²n control sobre lo que pod¨ªa escap¨¢rsenos. Combatir al desierto es sencillamente la aplicaci¨®n de la raz¨®n pr¨¢ctica a la par que una manifestaci¨®n de sensibilidad por los d¨¦biles y por la vida. Y en ese sentido, poco parece m¨¢s racional que frenar a ese imperialismo tan desatado con el mejor remedio que conocemos y que, adem¨¢s, resulta en su mayor parte gratuito.
Hablo de bosques o de cualquiera de sus antecesores, de verdear en suma los paisajes. Si cuidamos de la vegetaci¨®n espont¨¢nea que nos queda, si fomentamos murallas verdes, si aceptamos la colaboraci¨®n de lo vivo estaremos aplicando la sensatez y la solidaridad con las v¨ªctimas de la voracidad del desierto.
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