?Son ustedes felices?
Seg¨²n un conocido periodista radiof¨®nico, todos ¨¦ramos felices el d¨ªa de la victoria de ?lex Corretja. Seg¨²n otros comentaristas de la actualidad, todos nos sentimos dichosos el d¨ªa del triunfo mundial -intercontinental- del Real Madrid. Y una comentarista no s¨®lo nos incitaba a la felicidad; nos la transmit¨ªa en su transfigurado rostro ext¨¢tico, que le hac¨ªa olvidar a uno el ruido y el desamor del mundo. La sucesi¨®n de acontecimientos deportivos gloriosos se repite de tal manera que nuestra felicidad, si consideramos las aseveraciones de los periodistas deportivos o aficionados al deporte, ha de ser inmensa, multiplicada, gozosa ad infinitum.Me parece que debemos pedir cierta moderaci¨®n en el uso del idioma. La felicidad es algo tan personal y tan problem¨¢tico que debe dejarse a cada cual su administraci¨®n. No es un bien tan abundante que pueda malgastarse a golpe de raqueta o de pie. Se dir¨¢ que los usos verbales que consigno son ret¨®ricos, que s¨®lo son una manera de hablar, pero el hecho es que la ret¨®rica nunca es inocente: trasluce una mentalidad, un c¨®digo de valores, una visi¨®n de la realidad.
Cada uno es due?o de mandar, cuando pueda hacerlo, y ya es poder, en su felicidad. Si el honor, seg¨²n el cl¨¢sico, es patrimonio del alma, la felicidad -el derecho a la felicidad, para ser precisos- es un bien hoy mucho m¨¢s proceloso, que vive a rachas, o no vive, en las galer¨ªas de nuestro esp¨ªritu. Nadie tiene la facultad de imponernos la felicidad por decreto impreso o radiof¨®nico. Y el caso es que uno no quiere ser feliz con el triunfo de un tenista o de un equipo de f¨²tbol; a lo mejor, otros s¨ª. Pero a buen seguro que los seguidores del Bar?a no han sido felices con el triunfo del Madrid. Uno quiere ser feliz con lo que uno decida: con la novia, con el gato, con el ni?o peque?ito, con un buen libro -?por qu¨¦ no?-; pero, en cualquier caso, uno no quiere ser feliz con lo que pretendan imponerle los dem¨¢s: goles, raquetazos, canastas, etc¨¦tera. Los pol¨ªticos ya han renunciado a hacernos felices; algunos periodistas deber¨ªan imitarlos.
El deporte, que ocupa ya un lugar absolutamente abusivo en nuestra sociedad, m¨¢s all¨¢ del lugar leg¨ªtimo que le corresponde, sin duda, en cuanto expresi¨®n del homo ludens -dimensi¨®n ¨¦sta no derogable del hombre-, puede a este paso convertirse, si no se ha convertido ya, en una fiera mitol¨®gica capaz de deglutirnos a todos. Algunos vamos a comenzar a defendernos militantemente de esta invasi¨®n todopoderosa, que rebasa con mucho el sentido com¨²n.
Pues de ser un instrumento de placer y de l¨ªcito ejercicio del homo ludens, el deporte va a terminar siendo, si no lo es ya, un discurso totalitario, abrumador, cuasi teol¨®gico: tenemos que ser felices -nada menos que felices- por la irresistible gracia de un afortunado raquetazo, o de un oportuno gol, o de una hermos¨ªsima canasta, que en punto a hermosura todo es ya posible.
A uno todo esto le parece demasiado, como le parece demasiado el que los futbolistas del Madrid, por el solo hecho de serlo, se encaramen sobre la delicada piedra de la diosa Cibeles en el paseo de Recoletos para saludar, felices, a sus felices seguidores y ense?arles la copa de la felicidad, que exhibieron en e1 aire de nieve de la noche de diciembre; una exhibici¨®n la suya que conjuraba el fr¨ªo y engendraba el multiplicado orgasmo colectivo. Un novelista caribe?o hubiera sospechado de la existencia de sostenidas levitaciones, que hicieron de algunos aficionados criaturas ang¨¦licas que sobrevolaban la torre de Correos. ?Y qu¨¦ importa, qu¨¦ puede importar el XVIII racionalista y mesurado al lado de los goles del Madrid, al lado de la copa de los goles de la felicidad, al lado de las tensas levitaciones? Nada, no importa nada, menos que nada. Si no nos subimos todos a la fuente de la Cibeles es que no nos merecemos ser felices. D¨¦jenme ser infeliz, por favor.
Babelia
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