La vuelta de tuerca
La vez que la legendaria Oriana Fallacci entrevist¨® a Haile Selassie en su palacio de infinitas rec¨¢maras, en Addis Abeba, al final ella le pregunt¨® qu¨¦ pensaba de la muerte; el anciano rey de reyes, arrebujado en su capa imperial, se sinti¨® primero sorprendido, sin entender la pregunta, y luego, ante la insistencia, se revolvi¨® furioso y orden¨® que la sacaran del palacio. El viej¨ªsimo Le¨®n de Judea, al borde de la muerte, no entend¨ªa qu¨¦ cosa era la muerte. No entraba en sus c¨¢lculos.Creo que el anciano general Augusto Pinochet, recluido en una mansi¨®n de Surrey bajo arresto, debe sentirse agobiado por un s¨ªndrome de irrealidad parecido; no debe acabar de entender qu¨¦ cosa es la justicia; y que la justicia, igual que la muerte, vale para todos.
Nada de lo que est¨¢ ocurriendo entra en sus c¨¢lculos, ni en sus delirios, fotografiado por el New Yorker en pose de lord ingl¨¦s pocos d¨ªas antes de que le fuera notificada la orden de detenci¨®n. Y en la entrevista del New Yorker, iron¨ªas del destino, lo primero que alaba es el sistema judicial brit¨¢nico.
El poder crea un sentimiento de irrealidad en quien lo ejerce, pero el poder absoluto borra la realidad completamente. Ahora, mientras divisa desde su ventana empa?ada el paisaje terminal del oto?o, el general Pinochet debe sentirse envuelto en su capa prusiana de comandante supremo, y la oscuridad del ambiente en los d¨ªas cada vez m¨¢s cortos debe atribuirla a los anteojos oscuros que cree todav¨ªa llevar puestos, aquellos de sus fotos m¨¢s c¨¦lebres, cuando tantos eran descuartizados en las prisiones y en los campos de concentraci¨®n.
Quien no cree en la muerte, no cree en las sorpresas que da la vida. Para cualquiera de nuestros pr¨®fugos latinoamericanos enriquecidos en sus cargos, que suelen escamotear a trav¨¦s de las aduanas maletas de d¨®lares crujientes reci¨¦n impresos para llegar siempre a tiempo a las cajas acorazadas de los bancos suizos, una negativa de visado, como la que Francia le notific¨® al general Pinochet, hubiera sido suficiente se?al de alerta. La se?al de que los tiempos han cambiado en Europa desde el reinado de Margaret Thatcher, con quien antes pod¨ªa tomar, sin sobresaltos, el five o"clock tea con galletitas.
Alguien debi¨® avisarle de que el ministro de Justicia de Inglaterra es ahora Jack Straw, un ac¨¦rrimo defensor de los derechos humanos desde su juventud, cuando se manifestaba en las calles contra la guerra de Vietnam, y contra las dictaduras; y si se lo avisaron, seguramente no entendi¨®. ?De qu¨¦ le estaban hablando? A su edad existe el olvido, pero no es un olvido que pueda imponerle a los dem¨¢s.
Los alegatos de jurisdicci¨®n y soberan¨ªa no van a sobrevivir mucho en este caso, porque al juicio al general Pinochet no se le recordar¨¢ por sus vericuetos legales, sino porque nos ha devuelto un resplandor perdido. Un sentimiento perdido. El sentimiento de que, en este fin de siglo lleno de artima?as y emponzo?ado de olvidos, existe la justicia.
El juicio al general Pinochet es un juicio singular porque se est¨¢ celebrando en todo el mundo en las pantallas de televisi¨®n de los ciudadanos. Y es singular, adem¨¢s, porque puede pensarse que termina en el momento que deba poner sus huellas digitales en una ficha, la vindicaci¨®n de un instante; de todas maneras es demasiado viejo para cumplir una condena a cadena perpetua.
Pero, tambi¨¦n, que este juicio termina hasta que el pr¨®ximo tirano sea sentado en el banquillo, extraditado de cualquier refugio paradisiaco del mundo en que se encuentre disfrutando de su bot¨ªn. Est¨¢ claro que m¨¢s all¨¢ de la edad avanzada del general Pinochet, o de sus olvidos, quedar¨¢ el precedente de que la impunidad no podr¨¢ ser parte de las reglas del juego en el siglo venidero; ya se habla, como primera consecuencia ben¨¦fica, de la creaci¨®n de un tribunal internacional. Pero hay otro asunto a¨²n m¨¢s en el fondo. La democracia de Chile naci¨® embargada a la hora de la transici¨®n, y esta vuelta de tuerca que faltaba va a probar que la decisi¨®n de los lores brit¨¢nicos era necesaria. En Chile deber¨¢ sobrevenir, como consecuencia de este juicio mundial al general Pinochet, una Constituci¨®n en donde las Fuerzas Armadas no tengan otro papel que el de obedecer a la Constituci¨®n. Que Chile deber¨¢ abrirse a una democracia sin cerrojos queda establecido en los serenos pero firmes criterios de Ricardo Lagos, candidato socialista a la presidencia, tal como lo escuch¨¦ en su disertaci¨®n de la C¨¢tedra Julio Cort¨¢zar en Guadalajara. Muy l¨²cidamente dijo, adem¨¢s, que los tribunales de justicia deben ocuparse del pasado, y los ciudadanos, del futuro. Y que no quiere un Chile de consumidores, sino de ciudadanos. Una democracia sin la pistola en la cabeza. La ¨²ltima vez que estuve en Santiago asist¨ª en la Biblioteca Nacional a una exposici¨®n de objetos y manuscritos de Pablo Neruda. Lleg¨® el presidente Frei, con modesto acompa?amiento, sin ninguna gana de hacerse notar, como todos esos presidentes de compostura republicana que existieron alguna vez y de los que despu¨¦s se fue despoblando el continente. Y al d¨ªa siguiente vi el incomparable contraste. Regresando de Valpara¨ªso, donde funciona el Congreso, por la banda contraria de la autopista se desplazaba una interminable caravana de veh¨ªculos militares, camiones llenos de soldados, jeeps y Mercedes de vidrios oscuros, todos con las luces encendidas en pleno d¨ªa, y encima un enjambre de helic¨®pteros. El general Pinochet iba camino del balneario de Vi?a del Mar.
Tal vez el general Pinochet, due?o de sus olvidos para siempre, morir¨¢ con ese sentido de poder de sus recuerdos atrofiados, siempre desplaz¨¢ndose en una caravana interminable de veh¨ªculos blindados, sorprendido de que alguien pueda hablarle de la muerte, de la p¨¦rdida del poder, de la justicia o de la locura. Pero ser¨¢ el pasado, una caravana f¨²nebre entrando en la noche, perdi¨¦ndose en el pasado, y nosotros sabremos que la justicia es tambi¨¦n una esperanza, una peque?a alegr¨ªa, el sentimiento de que, entre tantas cosas p¨¦rdidas en este fin de siglo, algo recuperamos.
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