Cuenta de Navidad
Ayer vi a un hombre-bocadillo (juro que las dos mitades que le tapaban el cuerpo eran m¨¢s de pistola o baguette que de la materia con que se hacen los sandwiches), ayer, como iba contando, un hombre anunciaba por la calle en sus dos rebanadas un servicio de teleasistentas por horas. Sal¨ªa yo de unos almacenes que en estas fiestas ofrecen a sus clientes -previa reserva telef¨®nica- men¨²s precocinados para la familia, en competencia con las firmas de comida a distancia ya implantadas con ¨¦xito en la ciudad: telepizzas, telepollos, telebudas felices o, mi favorita por el momento, telearmenia, que sirve un restaurante de esa denominaci¨®n culinaria situado al norte del barrio de Salamanca. Yo mismo, ca¨ª en la evidencia al cruzar un paso-cebra, si los responsables de Cultura de este peri¨®dico me llaman a casa, puedo producir en un tiempo razonable -y mandarla despu¨¦s- una columna de apoyo a la muerte s¨²bita de un cineasta o un novelista. Las previsiones de Javier Echeverr¨ªa en su libro Tel¨¦polis son v¨¢lidas hasta para los teleles.Segu¨ªa recapacitando en estas cosas cuando vi de espaldas una cazadora publicitaria besando a una chica en el bulevar. Al principio pens¨¦ en alguna forma nueva de inocentada juvenil, o textil; ?y si era, por el contrario, un chico-en-este-caso-sandwich desfog¨¢ndose con su novia en el descanso del bocadillo? Al llegar a la altura del beso comprob¨¦ que se trataba de dos cuerpos completos y humanos, jovenc¨ªsimos y ambos, adem¨¢s, agraciados (ser¨ªa imperdonable en mi contexto decir "m¨¢s buenos que el pan"). Desenganchados del todo los cuerpos les vi las caras, que eran de ni?o-bien, con lo cual llegu¨¦ a la conclusi¨®n de que el muchacho fogoso exhib¨ªa gratuitamente en su espalda el anuncio de esa prenda de confecci¨®n norteamericana.
Mi destino era ir de compras: los reyes, ayer dos s¨®lo, una amiga y un amigo. Por escapar del t¨®pico del perfume y el yugo de la corbata hab¨ªa decidido un paraguas para ella y una ropa interior inferior para ¨¦l, y de ah¨ª mi entrada en los almacenes, de los que sal¨ªa -cuando lo del hombre-companage- indignado al ver que todos los paraguas, algunos muy bonitos, ten¨ªan en su tela las iniciales enormes del dise?ador, y los calzoncillos de m¨¢s prestigio todos el nombre completo del modisto marcado, ya iba a decir a fuego, en el el¨¢stico. "Pues nada" -me dije, reafirmado en mi indignaci¨®n tras el incidente de la chupa exhibicionista- "que le den morcilla al consumismo fr¨ªvolo. A Aurora un libro, y a Xavi un disco". As¨ª llegu¨¦ a un multi-espacio comercial lleno de libros y discos. El paisaje conocido me tranquiliz¨®. Por poco tiempo. Al cabo de media hora de busca me encontraba mucho peor. Del libro m¨¢s destacado del momento no pude leer el t¨ªtulo; el ejemplar estaba envuelto en pl¨¢stico, pero esa protecci¨®n sin duda profil¨¢ctica la cubr¨ªan en fajas imp¨²dicas la foto del autor, que maldita la falta, la cantidad de ejemplares vendidos, el n¨²mero de la edici¨®n. Respecto al disco que me apetec¨ªa comprar algo por el estilo: ten¨ªa tantos premios diapas¨®n y gramophone que las pegatinas no dejaban ver las piezas barrocas interpretadas.
Llegu¨¦ a casa tan cansado, a pesar de las manos vac¨ªas, que me ech¨¦ en el sof¨¢ y me dorm¨ª. Tuve un sue?o. El poeta ingl¨¦s Milton, ciego en los ¨²ltimos y pobres a?os de la vejez, escrib¨ªa en su cabeza por la noche los versos que a la ma?ana siguiente dicta a su hija. Como el gusano que produce org¨¢nicamente, sin pensar en la mercanc¨ªa, su seda. ?Fue un sue?o o se lo he le¨ªdo a Carlos Marx?
Moraleja: ?Somos lo que valemos? Ya no. Somos lo que costamos. Y color¨ªn colorao, este cuento se ha acabao.
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