S¨®lo visita cultural
J. M. CABALLERO BONALD Andaba yo el otro d¨ªa callejeando por Sevilla cuando se me ocurri¨® acercarme a un recinto urbano que no visitaba desde hac¨ªa tiempo: el Patio de los Naranjos. Por supuesto que esa privaci¨®n no se deb¨ªa a ning¨²n designio personal, sino simplemente a las prisas viajeras, a esos horarios inclementes que suelen impedir la muy saludable actividad de ver pasar la vida alrededor. Y Sevilla, al margen de sus estatutos festivos, es una de esas ciudades donde siempre pasa mucha vida alrededor. A veces, incluso demasiada. Desde mis ya remotos a?os de estudiante, la ruta sevillana que m¨¢s me atra¨ªa cruzaba indefectiblemente por el deslumbrante Patio de los Naranjos. La verdad es que sol¨ªa recalar por all¨ª cada vez que pod¨ªa y hasta cuando no pod¨ªa, s¨®lo por reincidir en el placer eminente de vagar entre los naranjos, contemplar la bell¨ªsima Puerta del Perd¨®n, sentir la humedad antigua de las piedras, o¨ªr el rec¨®ndito pulso de la fuente. Cosas as¨ª de honestas. De modo que el otro d¨ªa record¨¦ todo eso y me encamin¨¦ de muy buen ¨¢nimo hacia ese ejemplo magn¨ªfico de la personalidad urbana de Sevilla. Entr¨¦ por la puerta lateral del recinto y una verja me cerr¨® el paso. Volv¨ª a salir un poco perplejo y descubr¨ª dos letreros a ambos lados de la entrada, con una escueta advertencia: "S¨®lo visita cultural". No es que tardara en comprender semejante desatino, es que todav¨ªa no lo comprendo. O s¨®lo he llegado a entender lo que all¨ª se barruntaba: que hab¨ªa que pagar para acceder a un recinto que siempre dispuso de una exquisita condici¨®n p¨²blica de glorieta. O sea que, seg¨²n los simon¨ªacos de turno, el hecho de entrar all¨ª de rond¨®n era ocurrencia propia de incultos y no s¨¦ si de maleantes. Me enter¨¦ entonces de que el Patio de los Naranjos hab¨ªa sido anexado al itinerario tur¨ªstico de la Catedral de Sevilla, segreg¨¢ndolo zafiamente del libre disfrute ciudadano. Lo que se dice una groser¨ªa altamente clerical. Adem¨¢s, ya hab¨ªa yo renunciado de hecho a transitar por las esplendorosas naves catedralicias, a partir -concretamente- de que las mancillaran con barreras y direcciones prohibidas. Lo siento, pero soy incapaz de tolerar esas burdas e insolentes fronteras entre el practicante cat¨®lico, los turistas provistos de entrada y el simple gustador de esa maravilla arquitect¨®nica. Una de dos: o nos hacemos gregarios o nos tildan de insurrectos. Privar al paseante de lo que la costumbre o la tradici¨®n dot¨® de un natural car¨¢cter p¨²blico me parece -sin paliativos- un agravio a la convivencia ciudadana, am¨¦n de un atentado al buen gusto. ?Tan ping¨¹es beneficios reportan a las arcas capitulares esos pagos como para imponerlos por decreto? Nunca, en cualquier caso, estar¨ªa justificado ese negocio ofensivo, cuyo escenario coincide -por cierto- con el de los mercaderes y p¨ªcaros de las antiguas Gradas. No s¨¦, pero a¨²n me dura la indignaci¨®n de no haber podido visitar libremente el Patio de los Naranjos. Qu¨¦ incultura la m¨ªa.
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