Azzati y la defensa de los p¨¢jaros
Acostumbrado a pasear por el campo con mi perra -en realidad no es m¨ªa, sino que nos pertenecemos el uno al otro- durante la mayor parte del a?o sin m¨¢s obst¨¢culos ocasionales que vallas, alambradas o carteles prohibitorios, siento como una dictadura la temporada de caza, que convierte la excursi¨®n m¨¢s simple en una arriesgada expedici¨®n a trav¨¦s de las l¨ªneas enemigas. Voy a cruzar un bosquecillo, y unas voces de alarma me gritan, como si estuviese a punto de pisar una mina: -?Eh, no pase por aqu¨ª! ?Hemos puesto trampas para los p¨¢jaros! Dos hombres est¨¢n sentados en el suelo, al otro extremo del bosquecillo. Me detengo, indeciso, y llamo a la perra. En mi ignorancia sobre las disposiciones cineg¨¦ticas, les pregunto si son trampas legales. -?Qu¨¦ es usted, un ecologista? -me increpan con desd¨¦n. Por temor a que mi perra se enrede en una de esas trampas, seguramente lev¨ªsimas pero traicioneras, me desv¨ªo y doy un rodeo en torno a los ¨¢rboles. Diez minutos despu¨¦s, en lo alto de una amplia explanada salpicada de arbustos, un hombre con escopeta me intercepta. -No puede pasar. Estamos cazando -me anuncia, como si el derribo de p¨¢jaros fuera una actividad superior que requiriese inmediata sumisi¨®n y respeto. -Lo siento, pero voy de camino a casa. Siempre paso por aqu¨ª. -Pues un d¨ªa usted o su perra van a recibir una perdigon¨¢. Retengo a la perra, por si acaso, y seguimos adelante. -Ser¨¢ gili... -oigo que le dice a otro cazador, que asoma detr¨¢s de un arbusto. Hay al menos dos m¨¢s, armados y camuflados de verde, que contin¨²an apostados. Paso por detr¨¢s de ellos y de reojo veo c¨®mo se dan la vuelta y me siguen con la mirada. Al pie de la explanada encuentro sus coches. Poco despu¨¦s, ya en casa, consulto el calendario. Por suerte, la temporada ya est¨¢ avanzada y falta poco para el 6 de enero, d¨ªa en el que, al menos en teor¨ªa, vuelve la veda. Ganas tengo de volver a pasear con mis hijos, sin padecer continuas molestias ni amenazas m¨¢s o menos soterradas. Y tambi¨¦n de que ellos puedan salir solos. Precisamente esa explanada en la que los cazadores tienden emboscadas a los p¨¢jaros es donde mis hijos y otros ni?os de la vecindad iban antes a jugar con sus bicis. Otros a?os hemos telefoneado a la polic¨ªa local y a la guardia civil, que seg¨²n creo es quien concede los permisos, y siempre nos dicen que los cazadores pueden disparar en cualquier lugar del campo, a condici¨®n de que sea a m¨¢s de cien metros de las casas. A lo largo de toda la ma?ana oigo los tiros, casi siempre en series muy breves y seguidos de los ladridos de la perra, que comparte la aversi¨®n familiar por el ruido. Por la tarde, cuando se retiran, vuelvo a la explanada. Compruebo que han podado algunos arbustos, para ocultarse en su interior y ser menos visibles desde el aire, y me fijo en los cartuchos gastados, verdes y rojos, desperdigados por doquier. Los hay que est¨¢n a setenta, a sesenta metros de las edificaciones m¨¢s pr¨®ximas. Pero ?qu¨¦ m¨¢s da? Lo importante es que la caza mueve mucho dinero y que en la Comunidad Valenciana quien m¨¢s y quien menos tiene una escopeta encima del armario. Si al menos recogieran los cartuchos... Hojeo un libro de F¨¦lix Azzati, director de El Pueblo y pol¨ªtico blasquista, titulado El primer mandamiento. El autor deb¨ªa tener en gran estima a mi abuelo, porque advertida o inadvertidamente se lo dedic¨® dos veces. En la primera p¨¢gina pone "A Ricardo Mu?oz Carbonero, fraternalmente", y en la sexta hace de la fraternidad parentesco y escribe "A mi hermano Ricardo Mu?oz Carbonero". El libro, publicado en 1915, es una miscel¨¢nea de cuentos, de art¨ªculos, de ocurrencias. Tiene muchas cosas notables, entre ellas una encendida defensa de los p¨¢jaros. Azzati habla de Francia, donde todos andan "pidiendo leyes que prohiban terminantemente la caza de golondrinas, pajareles, ruise?ores, alondras, perdices, becadas, becafigos y pinzones". Menciona, por ejemplo, a un tal Cuniset-Carnot, escritor que se dirige p¨²blicamente a los cazadores para pedirles que no maten, "por brutal glotoner¨ªa o por la est¨²pida vanidad de la punter¨ªa", a unas aves que limpian el campo de insectos y son la mejor protecci¨®n de las cosechas. Con argumentos del naturalista Fabre, Azzati ensalza la belleza y utilidad de los p¨¢jaros, clama contra las redes que los capturan y lamenta la insensibilidad de los pol¨ªticos locales, que, seg¨²n dice, tildan a los amigos de las aves de cursis y afeminados fil¨¢ntropos y prefieren ocuparse de temas electoralmente m¨¢s rentables. Aprovecha para arremeter, sin que parezca venir a cuento, contra un tal Vedrines, candidato a la Diputaci¨®n, y contra los candidatos y diputados incapaces, "que no consiguen levantar el vuelo; siempre est¨¢n aterrizando". Confiesa que por su parte dispar¨® una sola vez. "Y casi perd¨ª un dedo". El texto, tan avanzado para su tiempo, concluye contando la leyenda de cierto arquero, que al ofrecer sus servicios al rey Filipo de Macedonia se jact¨® de que con sus flechas pod¨ªa acertar al m¨¢s r¨¢pido de los p¨¢jaros en pleno vuelo. -Bien -se supone que le contest¨® Filipo-. Entonces te tomar¨¦ a mi cargo cuando declare la guerra a los estorninos. Por suerte para los estorninos, ya falta menos para que termine esa guerra anual que los hombres les declaran unilateralmente.
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