San Ant¨®n
Barrocas cuestiones relacionadas con la intrincada her¨¢ldica de la imaginer¨ªa cristiana obligaron a San Antonio Abad a compartir su peana con un cerdo, animal sin ninguna propensi¨®n a la m¨ªstica ni a la est¨¦tica, inc¨®modo hu¨¦sped con un episodio, sin duda ejemplar pero escasamente representativo en su biograf¨ªa de esforzado ermita?o que, harto de afrontar en solitario su lucha, cuerpo a cuerpo, con Luzbel polimorfo y perverso, acab¨® inventando los monasterios y patentando la vida mon¨¢stica para hacer frente com¨²n ante el Maligno que adoptaba los m¨¢s imaginativos disfraces para tentarle en las profundidades de su gruta.Pero precisamente fue el anecd¨®tico gorrino el que le har¨ªa merecedor de la devoci¨®n popular, del cari?o de toda la parroquia aficionada a la santer¨ªa que le consagrar¨ªa patrono de los animales antes que de los frailes y no tardar¨ªa en llamarle con familiariadad San Ant¨®n, tal vez por sus frondosas y formidables barbas y sus gre?as de eremita. El perro de San Roque, el cerdo de San Ant¨®n, el traje de romano de San Pancracio o la paloma del Esp¨ªritu Santo; ¨¦stos son los detalles que calan en la sensibilidad de los devotos sencillos, que agradecen su amable comparecencia como un alivio entre crucifixiones, mutilaciones, decapitaciones, corazones sangrientos y pu?ales afilados, elementos imprescindibles y ubicuos en el culto cat¨®lico, en las galer¨ªas del museo de los horrores cristianos.
El colegio de San Ant¨®n de la calle de Hortaleza pose¨ªa una escalofriante colecci¨®n de estos engendros edificantes. Desde los muros de los sombr¨ªos corredores de la "clausura", l¨ªvidos fantasmones, cuerpos retorcidos en el dolor y tr¨¢gicos espantajos acechaban a los colegiales que procur¨¢bamos atravesarlos a la carrera, asustados del eco de nuestros propios pasos sobre el crujiente entarimado.
Hoy el colegio de San Ant¨®n es un cascar¨®n vac¨ªo, puro fantasma sobre el que planea el ¨¢vido monstruo de la especulaci¨®n. Vaciado, tapiado, quemado y arrumbado alrededor de su noble templo que adquiere protagonismo en la vida p¨²blica de la urbe cada 18 de enero, festividad del santo titular, cuando los madrile?os celosos de sus tradiciones acuden para que sus bestias dom¨¦sticas sean bendecidas en su nombre.
La de San Ant¨®n era la primera fiesta anual del calendario, a medio camino entre las Navidades cristianas y los carnavales paganos. En tiempos remotos la festividad era m¨¢s pagana que cristiana, un festival dionisiaco y liberador, una v¨¢lvula de escape popular tolerada a rega?adientes por las jerarqu¨ªas civiles y eclesi¨¢sticas, que no pod¨ªan ver con buenos ojos, y por lo tanto los cerraban, las mojigangas sat¨ªricas que acompa?aban a la comitiva del "Rey de los Cochinos", versi¨®n local de las fiestas medievales del "Rey de los Locos", cuando la autoridad real era abolida, m¨¢s o menos simb¨®licamente, por un d¨ªa, bajo el imperio de un monarca burl¨®n y bufonesco, tal vez no m¨¢s atrabiliario en sus decretos que el rey cuyo trono usurpar¨ªa durante 24 horas.
La procesi¨®n animalaria que recorre hoy los alrededores del templo antoniano y pasa bajo el hisopo del cura es una p¨¢lida sombra de la de ayer, y parece que cada a?o se va difuminando, borrando, que est¨¢ a punto de pasar a la historia como el vetusto caser¨®n de la calle de Hortaleza. Perseverantemente enfermos, la procesi¨®n y el inmueble, se resisten a desaparecer para dejarle sitio a la modernidad, abrirle paso a la procesi¨®n de autom¨®viles que forman en su cola protestando con estr¨¦pito o dar una oportunidad a la inclemente piqueta en una operaci¨®n de presunto saneamiento urbano.
En un pueblo de la provincia de Madrid se inici¨® hace alg¨²n tiempo un extravagante ritual que muy bien podr¨ªa sustituir a la obsoleta procesi¨®n de las bestias. Seg¨²n informaban hace unos meses los diarios, son muchos los automovilistas de la comunidad que acuden a que les bendigan sus coches flamantes bajo el manto de la Virgen local.
Tal vez nuestro p¨ªo alcalde pudiera patrocinar un evento semejante en las calles de Madrid para santificar y clarificar el espeso infierno cotidiano del tr¨¢fico rodado, poniendo curas en lugar de guardias en cada sem¨¢foro para hisopear a tan endemoniadas criaturas met¨¢licas y a los ¨ªncubos y s¨²cubos que manejan sus volantes. Un exorcismo de cuando en cuando no le hace mal a nadie.
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