Recuerdos invisibles
Los recuerdos tienen algo que ver con la inmovilidad, o al menos con la lentitud, porque uno guarda en su memoria lo que permanece, las cosas o lugares a los que se acostumbra, aquello a lo que puede regresar. Las ciudades como Madrid son, sin embargo, todo lo contrario: est¨¢n hechas de tantas metamorfosis, velocidad y desapariciones que nos producen la sensaci¨®n de andar por encima de un lugar poco estable, inconcreto, que se escapa de nuestras vidas como agua entre los dedos de las manos. Avalado por la visi¨®n panor¨¢mica de la ciudad que puede tener una persona de casi ochenta a?os, lo explicaba Fernando Fern¨¢n-G¨®mez en este peri¨®dico, el pasado domingo, en su entrevista con Antonio Mu?oz Molina: "Madrid cambia demasiado para dejar recuerdos. La transformaci¨®n es tan r¨¢pida que uno pierde el sentido del paso del tiempo. Cuando voy a Par¨ªs o a Roma, voy a los mismos sitios donde estuve la primera vez, y est¨¢n; el restaurante Joseph, en Par¨ªs, all¨ª est¨¢, donde siempre; el caf¨¦ Greco, el Canova, en Roma, en el mismo sitio; pero en Madrid no hay nada, no queda nada. Una vez vino a verme un primo m¨ªo de S?o Paulo y le dije por tel¨¦fono: "Quedamos donde siempre", y cuando fui adonde siempre, lo vi en medio de la calle se?al¨¢ndome un solar vac¨ªo. Eso era lo que quedaba de nuestro donde siempre". Son palabras que suenan a maldici¨®n, que parecen el relato de una ca¨ªda, de un derrumbamiento imparable. Pero ?es eso verdad? ?No hay forma de detener esta especie de demolici¨®n permanente? ?En qu¨¦ se diferencia Madrid del resto de las ciudades del mundo para que la misma energ¨ªa que los dem¨¢s ponen en conservar, reconstruir y apuntalar, nosotros la pongamos en deshacer calles y echar abajo muros? Hay dos respuestas posibles a estas preguntas: la de los gobernantes municipales y los especuladores, que es de un cinismo asombroso, consiste en culpar a los propios ciudadanos de su falta de inter¨¦s por la tradici¨®n o la historia y en deducir que este mal de proporciones infranqueables proviene de la composici¨®n heterog¨¦nea de la capital, de la falta de ra¨ªces de muchos de sus habitantes, de la necesidad de expansi¨®n y el deseo de llegar cuanto antes al futuro. La segunda respuesta es que son justo esos mismos, los que autorizan o construyen urbanizaciones en reservas naturales, tapan restos arqueol¨®gicos con cemento, expenden licencias para abrir un McDonald"s donde hubo un hermoso bar del siglo pasado y recalifican zonas verdes para levantar un parque empresarial o una f¨¢brica, quienes est¨¢n arras¨¢ndolo todo. Que lloren mientras levantan el hacha no significa que dejen de ser verdugos. Las ciudades no se abaten con un martillo neum¨¢tico, sino con una pluma, con una firma al pie de un documento. Cada vez que esa firma vuelve a ser escrita, uno de nuestros recuerdos se borra, queda tachado para siempre: una cafeter¨ªa llena de columnas y espejos que se ha convertido en una sucursal bancaria; una l¨ªnea de casas con jardines y misteriosas piscinas que ahora es el nuevo carril de una autopista; un bosque sustituido por un centro comercial.
Tiene raz¨®n Fern¨¢n-G¨®mez: ya no queda nada. Y, dentro de poco, quedar¨¢ a¨²n menos que eso. ?De qui¨¦n es la culpa: de quien solicita el permiso para derrumbar o de quien lo otorga? Tal vez esa cuesti¨®n podr¨ªa contestarse con un chiste que cuenta un personaje de la novela de William Kennedy Flores de fuego: un hombre est¨¢ informando a unos amigos del fallecimiento de un familiar, la noche antes, tras sufrir dos ataques consecutivos al coraz¨®n. Entonces se acerca un irland¨¦s y le pregunta:
-Pero, dime, ?se muri¨® del primero o del segundo? Habr¨ªa que parar a estos v¨¢ndalos. Habr¨ªa que evitar que sigan convirtiendo la ciudad en una suma de cosas olvidadas y cosas in¨²tiles de recordar; en esta sucesi¨®n de calles donde nada es uniforme -un edificio rojo est¨¢ al lado de uno blanco; uno de ladrillos, junto a otro de cristales; uno cl¨¢sico colinda con uno ultramoderno-; en este amontonamiento de edificios anodinos que no hacen crecer la ciudad, sino que la devoran. No nos fiemos de quien nos ofrezca un porvenir mejor, con m¨¢s carreteras y t¨²neles, con m¨¢s metros cuadrados de esta ciudad que ser¨¢ invisible cuando no tenga nada que merezca recordarse.
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