Nacionalismos civiles o inciviles
La convivencia entre el nacionalismo espa?ol y los nacionalismos vasco y catal¨¢n (y otros) es un problema pol¨ªtico y moral extraordinario y urgente que s¨®lo se resolver¨¢ en la medida en la que unos y otros pasen (o acaben de pasar) de su fase incivil (que fue, para todos, su fase originaria) a una fase m¨¢s civilizada. Para eso hay que ir aclarando la naturaleza de los conflictos entre unos y otros, con un poco de paciencia.Hay que partir del reconocimiento expl¨ªcito de que hay un conflicto normativo un tanto distorsionado pero de gran importancia en la Espa?a contempor¨¢nea, que concierne a la identidad de la comunidad a la que los espa?oles se sienten pertenecer. En el lenguaje habitual en Europa desde hace unos dos siglos, esas comunidades de identificaci¨®n sentimental suelen ser llamadas naciones. Se trata de un conflicto normativo a primera vista extra?o, puesto que la cuesti¨®n parece f¨¢ctica, m¨¢s que normativa, y susceptible de ser resuelta mediante la observaci¨®n emp¨ªrica de cu¨¢les sean esos sentimientos de pertenencia.
La cuesti¨®n se resuelve preguntando a las gentes por sus sentimientos, y observando despu¨¦s si sus conductas se ajustan a ellos. Si nos atenemos a lo que las gentes dicen sobre sus sentimientos de identidad, parece que, aunque (seg¨²n las encuestas) alrededor de un noventa por ciento de quienes habitan en el territorio espa?ol se sienten formar parte de una naci¨®n espa?ola, en Catalu?a y el Pa¨ªs Vasco (dejo aparte otras regiones) la poblaci¨®n se divide entre algunos que se sienten "s¨®lo espa?oles", otros que se sienten "s¨®lo catalanes" o "s¨®lo vascos", y una amplia mayor¨ªa que se siente al tiempo espa?ol y catal¨¢n, o espa?ol y vasco. En estos territorios hay, pues, gentes con tres identidades nacionales, a los que cabe llamar por el momento, para simplificar, nacionalistas: nacionalistas espa?oles, nacionalistas catalanes o vascos, y gentes con una doble identidad nacional.
Hasta aqu¨ª los hechos. Con ellos cabe hacer dos cosas muy distintas. Cabe respetar los sentimientos de cada cual, y construir una arquitectura pol¨ªtica que d¨¦ cabida a todos los sentimientos de pertenencia. ?sta ser¨ªa (en principio) una f¨®rmula liberal: la naci¨®n ser¨ªa un componente dentro de un Estado pluri-nacional, y la aserci¨®n de su identidad permitir¨ªa resistir las pretensiones de un poder pol¨ªtico absoluto (y por tanto la pretensi¨®n de cualquier naci¨®n a dominar de manera absoluta a las dem¨¢s). O cabe considerar que unos sentimientos nacionales son pol¨ªticamente correctos y otros no: se tratar¨ªa de construir un Estado nacional que fuera congruente con los sentimientos de unos, y no con los de otros. ?sta es la f¨®rmula cl¨¢sica del nacionalismo pol¨ªtico.
En esta materia, el problema normativo (del deber ser) s¨®lo surge cuando se pretende que las gentes sustituyan los sentimientos que tienen por los que (supuestamente) deber¨ªan tener. ?se es el momento en el que intervienen, en parte, las gentes ordinarias, con su mayor o menor grado de tolerancia, y, sobre todo, los intelectuales, los cl¨¦rigos y los pol¨ªticos nacionalistas, con el ingenio de sus lucubraciones y el imperio de su voluntad. Y ese ingenio (al servicio de ese imperio) les dicta la maniobra sutil del ventr¨ªlocuo. Porque ocurre que estos agentes pol¨ªtico-culturales no hablan en nombre propio, sino que pretenden hablar en nombre de un sujeto hist¨®rico imaginario, que ser¨ªa un pueblo o una naci¨®n, dotado de memoria, inteligencia y voluntad. Presumiblemente, este sujeto hist¨®rico trasciende a los individuos que lo componen, y se expresa, a trav¨¦s del tiempo y de las generaciones, en un di¨¢logo con la humanidad, o la comunidad de las naciones (compuesta por otros tantos sujetos colectivos de semejantes caracter¨ªsticas), o la divinidad.
Todo esto es una exageraci¨®n ret¨®rica y, de paso, una falacia de abstracci¨®n, porque no existen los sujetos colectivos que trasciendan a los individuos que los componen. Conviene por ello analizar, pacientemente, este melodrama rom¨¢ntico y brumoso del nacionalismo pol¨ªtico.
Lo que ocurre en realidad es que alguien le dice algo a alguien; y se trata de precisar qui¨¦n le dice qu¨¦ a qui¨¦n. El sujeto de la oraci¨®n no es la naci¨®n sino un grupo de nacionalistas especulativos y voluntariosos, con sentimientos intensos. No hablan en nombre de la naci¨®n sino en el propio (y el de sus acompa?antes). El destinatario de la oraci¨®n (aparte de ellos y los suyos, cuyas convicciones intentan reforzar) es, sobre todo, el grupo de quienes viven en el mismo territorio pero carecen de sus sentimientos nacionalistas. Y el contenido de la oraci¨®n es un conjunto de proposiciones exhortativas y un discurso de justificaci¨®n. Las proposiciones exhortativas se centran en la exigencia del deber (moral-emocional) de adhesi¨®n a la naci¨®n en cuesti¨®n con exclusi¨®n de un sentimiento semejante hacia otra naci¨®n alguna: la exigencia del sentimiento nacionalista pol¨ªticamente correcto. Aqu¨ª se plantea el conflicto normativo: se exige de los tibios, de los indiferentes, o de quienes tienen un sentimiento distinto, que sientan lo que deben sentir, o, al menos, se comporten como si sintieran lo que deben sentir.
A continuaci¨®n se da el paso siguiente: la transformaci¨®n de la afirmaci¨®n del deber moral-emocional en una estrategia pol¨ªtica encaminada a ocupar el Estado (en todo o en parte), o a crear uno nuevo, para asegurar coactivamente el cumplimiento de ese deber. ?sta es la clave del nacionalismo pol¨ªtico, que va m¨¢s all¨¢ de la defensa de una comunidad de sentimiento (o de una cultura diferente) para conseguir el control de un territorio e imponer aquel deber al conjunto de la poblaci¨®n que habita en ese territorio. El discurso de justificaci¨®n suele consistir en un argumento hist¨®rico-moral que comienza con la invenci¨®n de la naci¨®n como sujeto hist¨®rico dotado de "una voluntad de ser", y, mediante esta ficci¨®n, otorga a los descendientes de la etnia o el h¨ªbrido gen¨¦tico originarios o que llegaron antes al territorio en cuesti¨®n, o son m¨¢s numerosos (o son ambas cosas, originarios y mayoritarios), un supuesto derecho (colectivo) a imponer ese deber a los que llegaron despu¨¦s, o son menos (o ambas cosas a la vez).
No hay, por tanto, necesidad alguna, inscrita en los hechos o en una tabla de derechos morales, naturales o hist¨®ricos, para un conflicto normativo en torno a la identidad colectiva sentida por las gentes. Los derechos colectivos, tal como puedan ser inferidos de la pr¨¢ctica de las sociedades civilizadas actualmente existentes, se limitan a prescribir las condiciones del reconocimiento de esa identidad de sentimiento, y no se extienden hasta justificar la estrategia pol¨ªtica encaminada a conseguir el control de un Estado que, a su vez, sirva de instrumento para imponer ese sentimiento de identidad a los dem¨¢s. E1 conflicto normativo se da s¨®lo si hay un grupo de personas que tienen el deseo (o la voluntad de poder) de imponer sus sentimientos a los dem¨¢s. Si ese deseo es inexistente o d¨¦bil, los sentimientos identitarios m¨¢s diversos puedan coexistir entre s¨ª o combinarse de m¨²ltiples formas.
Obs¨¦rvese que las consideraciones anteriores se aplican por igual al nacionalismo espa?ol y a los nacionalismos catal¨¢n y vasco. Todos ellos, aunque derivaciones de sentimientos anteriores (que cabr¨ªa denominar proto-nacionales), se manifiestan como tales nacionalismos pol¨ªticos a lo largo del siglo XIX; primero, el nacionalismo espa?ol, y, m¨¢s tarde, a finales de siglo, los nacionalismos perif¨¦ricos. En todos estos nacionalismos desempe?an un papel los recitativos eruditos de los historiadores rom¨¢nticos, que aportaron los materiales necesarios para la construcci¨®n de los sujetos colectivos imaginarios que son las naciones hist¨®ricas. Estos materiales hist¨®ricos suelen reflejar una lectura sesgada (por la especulaci¨®n y la voluntad nacionalista del momento) de un proceso hist¨®rico contradictorio, de integraci¨®n cum diferenciaci¨®n, que se hab¨ªa desarrollado a lo largo de muchos siglos.
Todos esos nacionalismos, en sus formas civilizadas, pueden jugar un papel positivo, pero en sus formas inciviles e imperiosas son incompatibles con una sociedad de hombres y de mujeres libres. Todos ellos tienen que ser debidamente domesticados (y su dimensi¨®n ¨¦tnica, reducida a un m¨ªnimo) para que puedan jugar un papel razonable en la arquitectura pol¨ªtica de una sociedad libre, sea ¨¦sta la de Catalu?a, la del Pa¨ªs Vasco, la del conjunto de Espa?a o la del conjunto de Europa; porque todas estas arquitecturas pol¨ªticas tienen que acomodar un demos (un pueblo) compuesto por una pluralidad de gentes con sentimientos nacionales diversos.
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