La criminalidad difusa
PEDRO UGARTE Leonardo Sciascia, el novelista italiano que reflexion¨® profundamente sobre su pa¨ªs, dej¨® escrito que vivimos en una ¨¦poca de criminalidad difusa y an¨®nima. Y quiz¨¢s con ello no alud¨ªa s¨®lo a la omert¨¢, esa inmarcesible ley del silencio que rodea al crimen organizado, sino tambi¨¦n a lo que ocurre en toda sociedad desarrollada, en ciudades como estas en que vivimos. A medida que la sociedad se hace m¨¢s compleja, la responsabilidad en ella se diluye. Las leyes penales siguen partiendo de la base de que los delincuentes son personas individuales, sujetos malencarados dispuestos a hacer el mal por cuenta propia. Nada hay ya m¨¢s falso. El universo empresarial se corresponde con una complicada mara?a de entidades societarias; la solidaridad no es cosa de monjitas sino de ONGs que manejan presupuestos millonarios; en la construcci¨®n se crean y se disuelven, a velocidad vertiginosa, los consorcios, las uniones temporales de empresas, los apareamientos jur¨ªdico-administrativos. Nada tiene ya, literalmente, rostro humano. Los logotipos han pasado a sustituirlo todo. Resulta tan complicado detectar no ya al delincuente, sino incluso el propio delito, que nos contentamos con hablar de "irregularidades". Y no lo hacemos en virtud del principio de la presunci¨®n de inocencia, sino en virtud del principio de la ignorancia, ya que las auditor¨ªas son cosa de especialistas y, en el mundo econ¨®mico, el cuerpo del delito no es tan visible como en el homicidio. Antes el robo era una cartera que desaparec¨ªa del bolsillo. Ahora son miles de millones que se esfuman de los libros contables. El fen¨®meno se ha comunicado a la pol¨ªtica: los jefes no responden de los delitos de sus subordinados porque se enteran de ellos por la prensa. La responsabilidad corre en cascada y la dimisi¨®n final puede afectar a un subdirector, a un jefe de servicio o a un asesor de imagen. Las bolas de billar entrechocan hasta que alguna de ellas cae al agujero, m¨¢s producto del azar combinatorio que de una rigurosa indagaci¨®n en la verdad. Un ciudadano particular puede ser embargado por Hacienda si no paga un m¨ªnimo recibo mientras que las grandes compa?¨ªas negocian con la Administraci¨®n correspondiente reducciones tributarias de cientos de millones de pesetas. El acceso o no a determinados mentideros, a determinados foros, el salto m¨¢gico sobre el filtro que disponen las secretarias de direcci¨®n marca al final una barrera definitiva entre esas personas para las que la legislaci¨®n al completo est¨¢ vigente y aquellas otras para las que todo es negociable. Todo el mundo dictamina sobre el oficio de quien roba radiocasetes de coche, pero del oficio de Mario Conde es mejor no hablar porque, sencillamente, no entendemos de contabilidad de sociedades. Encabeza estas reflexiones un argumento de autoridad: las palabras de Leonardo Sciascia. Quiz¨¢s deber¨ªa cerrarlas otro no menos ponderado. En este caso, el del responsable de una brigadilla de obras en un ayuntamiento vizca¨ªno, uno de esos s¨¦necas con buzo, depositarios de toda la sabidur¨ªa popular: "Si debes dos millones, eres t¨² el que tiene un problema con el banco", me dijo un d¨ªa, "pero si debes cien millones, es el banco el que tiene un problema contigo". Creo que ah¨ª se resume todo. Personalmente deploro muy mucho el delito, pero, puestos en la hip¨®tesis, completamente imaginaria, de empezar a transgredir las normas, convendr¨ªa no hacerse con un bolso de se?ora mediante el procedimiento del tir¨®n, sino embarcarse en eso que ahora se llaman "irregularidades contables", atreverse a complicadas operaciones de ingenier¨ªa financiera. Si te echan mano, puedes ir a juicio provisto de un buen traje, convocar ruedas de prensa con la cabeza bien alta e incluso, despu¨¦s de algunos d¨ªas de prisi¨®n preventiva, descansar en ese chalet de Biarritz que un d¨ªa construiste, gracias a no se sabe qu¨¦ transferencias bancarias, qu¨¦ comisiones misteriosas, qu¨¦ extra?as labores de asesoramiento, remuneradas largamente por una mano invisible.
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