?Caf¨¦? No, gracias
La moneda ¨²nica ha nacido en un escenario bien distinto del que uno pod¨ªa imaginar hace tan s¨®lo un par de a?os: nadie pod¨ªa esperar que la fase alcista del ciclo fuera a durar tanto en Estados Unidos, ni que los pa¨ªses centrales de la Uni¨®n Monetaria fueran a tardar tanto en despegar: el resultado es que el temor a un euro fuerte ha dado paso a una cierta perplejidad ante un d¨®lar que se aprecia casi sin parar desde primeros de enero.En el ¨¢mbito de la Uni¨®n, las cosas tampoco se parecen a lo que deb¨ªan prever los redactores del Tratado de Maastricht: un Norte con una inflaci¨®n muy moderada y unas finanzas p¨²blicas impecables, junto a un Sur con fuertes tensiones inflacionarias y un sector p¨²blico necesitado de un f¨¦rreo control supranacional que evitara que alg¨²n irresponsable inundara los mercados internacionales con los t¨ªtulos de su deuda. En realidad, las cuentas p¨²blicas del Sur han resultado no ser menos presentables que las del Norte; los ¨ªndices de precios crecen con moderaci¨®n en el Sur, mientras en el Norte indican un riesgo pr¨®ximo de recesi¨®n, que contrasta con el muy satisfactorio crecimiento -con la excepci¨®n de Italia- de los pa¨ªses mediterr¨¢neos. Las cosas no han salido como pens¨¢bamos.
De todo esto puede uno extraer tres lecciones: en primer lugar, hemos de felicitarnos de nuestra incapacidad para prever el futuro, porque es muy probable que, si en febrero de 1992 se hubiera sabido cu¨¢l iba a ser el panorama en enero de 1999, la Uni¨®n Monetaria se hubiera pospuesto para mejor ocasi¨®n; en segundo lugar, hemos de comprobar que las econom¨ªas de los Estados miembros no evolucionan al un¨ªsono, y que, por consiguiente, un cierto grado de autonom¨ªa en sus pol¨ªticas econ¨®micas es muy saludable; por ¨²ltimo, hemos de admitir que algo hay que hacer: el estancamiento de los pa¨ªses centrales de la Uni¨®n no es compatible con la buena marcha de la econom¨ªa europea, de la que dependemos.
Nada de lo anterior ha pasado desapercibido a las autoridades econ¨®micas de nuestros pa¨ªses, en cuyas manifestaciones puede uno observar un cambio de postura sutil, si se quiere, pero apreciable. Durante muchos a?os se ha venido insistiendo en que el rigor monetario y la disciplina eran no s¨®lo necesarios para la estabilidad de precios y la reducci¨®n del d¨¦ficit -algo que todo el mundo sabe-, sino tambi¨¦n indispensables para un crecimiento sano y una creaci¨®n de empleo satisfactoria: la pol¨ªtica econ¨®mica, se dec¨ªa, ha de limitarse a proporcionar un marco estable; empleo y crecimiento seguir¨¢n, si entre todos conseguimos eliminar las trabas al buen funcionamiento de los mercados. El desempleo, en particular, es un problema de oferta, no de demanda.
Es verdad, pero no es toda la verdad. Por eso -a medida que se han ido alejando los riesgos de inflaci¨®n y d¨¦ficit excesivos, para verse sustituidos por los de deflaci¨®n y recesi¨®n prolongada- las autoridades econ¨®micas de los Estados miembro han ido reconociendo en p¨²blico lo que seguramente ya sab¨ªan desde sus d¨ªas de estudiante: que, si bien es cierto que las medidas de oferta -las reformas estructurales- son necesarias, y son, adem¨¢s, las ¨²nicas que tienen una influencia permanente en el crecimiento y el empleo, una buena gesti¨®n de la demanda agregada puede evitar que la econom¨ªa crezca sistem¨¢ticamente por debajo de lo que ser¨ªa su potencial, que es justamente lo que ha venido ocurriendo estos ¨²ltimos a?os; y que una coyuntura algo m¨¢s animada puede ser necesaria para que las reformas estructurales sean bien acogidas por los ciudadanos. Por eso, a medida que se han hecho sentir las consecuencias de la crisis financiera internacional, han ido mostrando una creciente inclinaci¨®n a adoptar pol¨ªticas econ¨®micas m¨¢s expansivas en el seno de la Uni¨®n Monetaria.
Por desgracia, esa nueva actitud ha tenido, hasta el momento, una ¨²nica manifestaci¨®n: insistir en que el Banco Central Europeo ha de bajar su tipo de intervenci¨®n. Pues bien: si es perfectamente l¨ªcito que un ministro de Hacienda opine sobre los tipos -como lo es que un banquero central opine sobre el presupuesto-, y si es bueno que entre ambos haya un "di¨¢logo constructivo", insistir en exceso sobre ello est¨¢ fuera de lugar, por tres razones: la primera es que el Banco Central Europeo ha dado muestras de ser sensible a los cambios en las circunstancias, como habr¨¢ comprobado cualquier lector atento de los pronunciamientos p¨²blicos del se?or Duisenberg, que dec¨ªa en agosto pasado que la crisis asi¨¢tica no era asunto nuestro, y dice hoy cosas bien distintas.
La segunda -y es muy importante- es que esa insistencia coarta la libertad de acci¨®n que ha de tener un Banco central en el ejercicio de sus funciones. Un Banco central ha de tener una s¨®lida reputaci¨®n, porque eso ahorra disgustos: si el p¨²blico cree firmemente que el Banco central subir¨¢ tipos si advierte riesgos de inflaci¨®n, es posible que obre en consecuencia, y quiz¨¢ evite as¨ª que los tipos hayan de subir. Si estamos dispuestos a reconocer al se?or Greenspan esa limitada capacidad de convencimiento indoloro, habr¨ªamos de desear que el se?or Duisenberg tambi¨¦n la tuviera; y para eso es necesario que -al igual que el secretario del Tesoro se abstiene de tratar de influir p¨²blicamente sobre el presidente de la Reserva Federal- los Gobiernos de los Estados miembro dejen de incordiar al presidente del Banco Central Europeo ante el p¨²blico.
Por ¨²ltimo, mientras reclaman una pol¨ªtica monetaria m¨¢s expansiva -que no es su responsabilidad-, las autoridades econ¨®micas pueden sentirse tentadas a no hacer nada en el terreno fiscal, que s¨ª les compete, y que tienen la obligaci¨®n de ajustar a las circunstancias de su pa¨ªs, habida cuenta de cu¨¢l sea la pol¨ªtica monetaria que el Banco Central Europeo adopte para todos. Es cierto que la gesti¨®n de la pol¨ªtica fiscal es mucho m¨¢s incierta, y m¨¢s ingrata, que la de la pol¨ªtica monetaria: pero ¨¦sas son las reglas del juego.
La pol¨ªtica monetaria del BCE no es la que m¨¢s conviene a cada uno de los Estados miembros, considerados aisladamente -la nuestra, por ejemplo, podr¨ªa ser un poco m¨¢s restrictiva-, pero ¨¦se es el inconveniente de toda uni¨®n monetaria, y debe estar compensado por otras ventajas, econ¨®micas o de otro orden. Lo que es seguro es que otras pol¨ªticas -la fiscal o la salarial- han de ser distintas en los distintos Estados miembro: no hay raz¨®n para que Espa?a tenga una pol¨ªtica fiscal expansiva, y hemos de tener cuidado con la evoluci¨®n de los salarios; en Francia o en Alemania, las circunstancias son muy distintas, y sus pol¨ªticas deben adaptarse a ellas. Es cierto que eso puede llevar a revisar el Pacto de Estabilidad -que quiz¨¢ no se hubiera propuesto, de haber sabido c¨®mo ir¨ªan las cosas-, pero eso tambi¨¦n est¨¢ en nuestras manos. La prosperidad de los pa¨ªses centrales de la Uni¨®n es esencial para todos los participantes; pero tratar de conseguirla imponiendo una pol¨ªtica monetaria demasiado expansiva para el conjunto para no tener que aplicar las pol¨ªticas internas que ellos necesitar¨ªan entra?a el riesgo de repetir el episodio que sigui¨® a la reunificaci¨®n alemana, y que llev¨® a la crisis del Sistema Monetario Europeo en 1992; con los signos cambiados, pero con resultados igualmente indeseables.
Naturalmente, no llegaremos ah¨ª. Pero s¨ª estamos en la situaci¨®n descrita no hace mucho por Paul Krugman: si un ministro de Hacienda le ofrece caf¨¦ para desayunar al se?or Duisenberg, ¨¦ste se ver¨¢ forzado a rechazar el ofrecimiento como un atentado a su independencia.
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