El T¨ªo Vinagre y el Mago Merl¨ªn
Por cuesti¨®n de d¨ªas no han coincidido en Espa?a Bob Dylan y Van Morrison. Hemos sido afortunados: ning¨²n ordenador period¨ªstico est¨¢ preparado para asimilar conjuntamente los vendavales de ditirambos que autom¨¢ticamente levantan ambos personajes. Sin embargo, por mucho que les una, Van y Bob son bestias diferentes. El norirland¨¦s, en contraste con el estadounidense, nunca ha temido al estudio de grabaci¨®n ni ha renunciado al pundonor del m¨²sico profesional en lo que respecta a las giras. Cierto que Morrison lo tiene m¨¢s sencillo al haberse deslizado hacia arreglos y formatos convencionales; es decir, habituales dentro de la m¨²sica negra de los cincuenta y los sesenta. La ventaja est¨¢ en que sus maestros han desaparecido (Sam Cooke), se han eclipsado (Bobby Blue Band) o se estandarizaron hace d¨¦cadas (Ray Charles).
Van Morrison
Van Morrison (voz, arm¨®nica), John Scott (guitarras, voz), Nicky Scott (bajo el¨¦ctrico), Geraint Watkins (¨®rgano Hammond, piano el¨¦ctrico, voz), Richie Buckley (saxos, flauta), Matt Holland (trompeta), Ralf Salmins (bater¨ªa). Palacio de Congresos y Exposiciones de Madrid, 27 de abril.
No es una denuncia del etnocentrismo o la ignorancia que imperan en los medios y en la industria musicales. Ninguno de esos artistas supo o pudo construirse la m¨ªstica que caracteriza a Van Morrison. Ya se sabe: el tipo que no acepta cr¨ªticas, que no considera necesario explicarse, que prescinde de caer simp¨¢tico. Un disco como el recient¨ªsimo Back on top, supuestamente positivo y abierto, queda afeado por quejas miserables, recriminaciones de gru?¨®n, acusaciones nebulosas de que no se le comprende.
Este artista es capaz de cortar un concierto glorioso cuando alguien le enfoca con una c¨¢mara o no se mantiene el silencio requerido. As¨ª que el respetable madrile?o, que ha pagado hasta 6.000 pesetas por el honor de compartir su temperamento, se muestra exquisito de comportamiento. Acepta sin rechistar a un telonero tan insospechado como el gran David Broza, que tiene escaso margen para crear su clima y se desata apresuradamente.
Intensidad
Escasos minutos despu¨¦s, media docena de m¨²sicos de vestimenta oscura entra en el escenario; parecen personajes de una novela de Nick Hornby y suenan como una banda de pub de categor¨ªa superior. Un a?ejo n¨²mero instrumental y aparece el hombre. Es decir, Dios, seg¨²n le califican unos vecinos de asiento ("ahora, a santiguarse"). No, s¨®lo es un cantante de alt¨ªsima intensidad y un compositor frecuentemente sublime; si tuviera agilidad f¨ªsica y presencia esc¨¦nica resultar¨ªa, vamos, casi insoportable. Esta noche no plantea esos dilemas de excesos de excelencia. Tenemos delante un motor de Rolls-Royce intentando motivarse dentro de una carrocer¨ªa de Seat 600. Hay breves destellos por parte de los m¨²sicos, pero un artista de semejante potencial precisa algo m¨¢s que aplicados chusqueros. No seamos injustos: puede que esta noche tampoco exista el catalizador adecuado. Van Morrison se asemeja a un encogido Don Corleone enfrentado a un tribunal que le acusa de evasi¨®n de impuestos. Con tan impert¨¦rrita presencia, s¨®lo queda especular: problemas de voz, incomodidades varias, incomparecencia del duende. En su viaje por los agitados cielos espa?oles debe haberse extraviado la receta de su celebrada piedra filosofal. Y puede que tampoco disponga de los ingredientes ¨®ptimos.
Se esfuerza, claro que s¨ª. De los arranques a pulm¨®n abierto y las r¨¢fagas de palabras repetidas pasa a una frase -"quiero hacerte el amor por la tarde"- que finalmente adquiere aire de mantra y se intuye la magia. El piano sirve de espuela, la arm¨®nica suma su cortante acidez, tal vez no haya sido dinero malgastado.
Un delicado Have I told you lately that I love you? encarrila el final del concierto. Ya tras la cortina, Morrison da orden de comenzar The healing game y se entrega, ?c¨®mo se entrega! Un cl¨ªmax genuino que casi redime un concierto escaso en todos los sentidos. No hubo fervor de iglesia de Harlem, pero era noche de martes en Madrid.
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