El arlequ¨ªn sagrado RAFAEL ARGULLOL
Quiz¨¢ uno de los dilemas m¨¢s decisivos para entender la evoluci¨®n de la civilizaci¨®n humana sea el que nos remite a la legalidad o prohibici¨®n de las representaciones del mundo. Inmersos en una cultura notablemente representacional, como lo es la de Occidente, y en particular la del ¨¢mbito cat¨®lico-latino, con frecuencia nos cuesta entender las diversas iconoclastias de otras culturas. En el mejor de los casos hemos recibido alguna informaci¨®n, por lo general escasa, sobre las controversias que afectaron profundamente al Imperio Bizantino, pero ignoramos sus ra¨ªces ideol¨®gicas y sus afinidades con fen¨®menos semejantes en otras tradiciones. Sin embargo, la representaci¨®n del mundo, de los rostros y, todav¨ªa m¨¢s contundentemente, de Dios, o la apasionada negaci¨®n de una pr¨¢ctica de este tipo, implica una profunda censura en los comportamientos simb¨®licos humanos. Podr¨ªamos, con toda probabilidad, trazar un mapa espiritual de las civilizaciones, y de sus desarrollos art¨ªsticos, que fuera la consecuencia de las distintas opciones que el hombre ha adoptado ante tal cuesti¨®n. Nos sorprender¨ªa, adem¨¢s, que este mapa pudiera abarcar todo el arco de la historia: sus fronteras dibujar¨ªan el continente del arte moderno, con sus rupturas y pol¨¦micas, aunque en no menor medida las sucesivas fronteras de la entera historia del arte hasta descender al enigma de las denominadas pinturas rupestres, vacilantes ya ellas entre la aprehensi¨®n naturalista y la estilizaci¨®n s¨ªgnica. Al fondo de este escenario del tiempo humano latir¨ªan, claro est¨¢, las concepciones religiosas, particularmente beligerantes a este respecto, y en particular los tres grandes monote¨ªsmos: inclinado hacia la representaci¨®n divina, aunque con enormes reservas y negaciones, el cristianismo, que toma como punto de partida la corporeidad humana del Hijo de Dios; decididamente reacios el juda¨ªsmo y el islamismo, si bien con movimientos alternativos en el seno de ambos. El cruce de influencias desde los respectivos lados de la frontera representacional ha sido constante a lo largo de los siglos, siendo, en cierto modo, el arte moderno uno de sus dep¨®sitos m¨¢s fruct¨ªferos. Sin las tensiones entre representaci¨®n y conocimiento, entre iconofilia e iconofobia, entre el lenguaje del ojo y el lenguaje de la mente ser¨ªa imposible discernir la genealog¨ªa de gran parte de la pintura del siglo XX. Hay, no obstante, un pintor que participa singularmente en estas tensiones: Marc Chagall. Desde este ¨¢ngulo, la exposici¨®n de su obra que ahora se expone en La Pedrera, Tradiciones jud¨ªas, es especialmente id¨®nea puesto que nos revierte a este momento crucial de la pintura chagalliana en el que chocan fecundamente varios caudales que, en un artista de menos talento, se hubieran podido anular con facilidad. El que el grueso de la exposici¨®n est¨¦ compuesto por el decorado arquitect¨®nico y esc¨¦nico realizado por Chagall para el Teatro Jud¨ªo de Mosc¨² nos ayuda a comprender la suma de tradiciones y contradicciones que rodea, en los primeros a?os de la Revoluci¨®n Rusa, al entonces joven pintor. Por un lado, la herencia art¨ªstica rusa, afectada por la austeridad ortodoxa, pero recientemente subvertida por las doctrinas y esperanzas -todav¨ªa no frustradas- de la atm¨®sfera revolucionaria; por otro, el poder del legado jud¨ªo, fuertemente m¨ªstico en el caso de la familia de Chagall, adicta desde hac¨ªa generaciones al espiritualismo hasidista. Aunque participe de estas visiones, que de uno u otro modo continuar¨¢n presentes en su obra, Marc Chagall recurrir¨¢ al factor cohesionador del arte europeo: su di¨¢logo est¨¦tico y estil¨ªstico con los grandes maestros, sobre todo los renacentistas, le permitir¨¢ sobrevivir creadoramente al violento choque de tentaciones contrarias. Y, de modo singularmente doloroso, a la tentaci¨®n de ceder a los prejuicios religiosos contra la pintura que manten¨ªan los c¨ªrculos jud¨ªos de la peque?a ciudad de Bielorrusia donde hab¨ªa nacido. Por fortuna para nosotros, la inclinaci¨®n al arte por parte de Chagall fue todav¨ªa mayor que su respeto, bien vivo, por la tradici¨®n religiosa que hab¨ªa alimentado su educaci¨®n. Su cosmopolitismo, fomentado por su concepci¨®n universal del arte, desbord¨® finalmente todo g¨¦nero de restricciones. Pero muchos a?os despu¨¦s de abandonar la peque?a ciudad bielorrusa, pintor consagrado ya, Chagall retorna una y otra vez a los humildes objetos familiares de su infancia como si fueran los recipientes que guardan las cifras del mundo. Y sus arlequines son siempre variaciones de un remoto arlequ¨ªn sagrado.
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