Elogios f¨²nebres
?Elogio un¨¢nime a un pol¨ªtico? Ser¨¢ porque haya muerto, dice el espectador resabido, contagiado ya del cinismo propio de la clase pol¨ªtica. Y mucho de eso hay: Ram¨®n Rubial ha debido esperar la visita de la muerte para alcanzar esa ¨²ltima gloria a la que todo hombre p¨²blico aspira: un respeto compartido por correligionarios y adversarios, un reconocimiento universal, al que se suman incluso los herederos de quienes le hicieran penar en c¨¢rceles sin fin el simple ejercicio de su libertad.Pero he aqu¨ª que en medio de este un¨¢nime clamor se deja oir una voz singular: el muerto no era un pol¨ªtico al uso, sino un luchador. Vaya, dir¨¢ el resabido: la muerte no cuenta en este caso; lo que importa es que el muerto no era un pol¨ªtico. Y entonces comprende sin m¨¢s la ristra de adjetivos una y cien veces repetidos para calificar la trayectoria de este pol¨ªtico, que realmente no era un pol¨ªtico: dignidad, nobles ideales, sacrificio y lucha por la democracia, honestidad, hombre de pocas palabras, nunca mezclado en "cosas raras", figura de talla universal.
No hay m¨¢s que dar la vuelta a todas estas adjetivaciones para componer la imagen que los pol¨ªticos tienen de s¨ª mismos: es inimaginable que Piqu¨¦ diga de ning¨²n socialista vivo lo que dice de este luchador muerto; como lo es que a Pujol -o a Arzalluz- se le ocurra elogiar la calidad humana de alg¨²n pol¨ªtico que no sea su propia sombra; por no hablar, claro est¨¢, de los socialistas a cuya familia pertenec¨ªa el reci¨¦n desaparecido. En lugar de eso, todo lo contrario: asesino, fracasado, ladr¨®n, encubridor, mafioso, de juzgado de guardia: este es el m¨¢s sobrio florilegio de lo que unos pol¨ªticos dec¨ªan de sus hom¨®logos vivos la misma semana en que todos se pusieron de acuerdo para cantar las alabanzas del muerto.
?Por qu¨¦ as¨ª? Hay que desechar la idea de que el lenguaje al que recurren los pol¨ªticos para calificarse mutuamente sea resultado de una especial psicolog¨ªa, de sus neurosis de poder, de su caracter intemperante, ni siquiera de una coyuntura particular: est¨¢n de elecciones, qu¨¦ van a decir. No; ese lenguaje apunta a algo m¨¢s hondo: si los pol¨ªticos califican de escoria a los de su clase es porque las condiciones de la confrontaci¨®n pol¨ªtica carecen de control de calidad; si los pol¨ªticos no dicen unos de otros m¨¢s que cosas miserables es porque las instituciones en las que deb¨ªa producirse el debate p¨²blico est¨¢n afectadas de miseria.
La situaci¨®n es la siguiente: los pol¨ªticos no debaten; se insultan. Es m¨¢s evidente el hecho en tiempo de campa?a electoral, pero inunda toda la vida pol¨ªtica. Ese fen¨®meno no ser¨ªa posible si existieran foros obligados de debate p¨²blico en los que la agresi¨®n verbal descalificara a quien la pronuncia. Imaginemos unas televisiones competitivas, independientes del poder pol¨ªtico; supongamos un Parlamento que obligara a argumentar y erradicara esos remedos de control en los que un presidente de gobierno, tras un descomunal fiasco diplom¨¢tico, pueda responder la primera sandez que le venga a la boca: con tales televisiones, con tal Parlamento ser¨ªa impensable que la vida pol¨ªtica transcurriera sin debates sobre los asuntos que interesan a los ciudadanos.
Medios y Parlamento que fuercen a los pol¨ªticos a una permanente confrontaci¨®n: eso es lo que nos falta; de eso es de lo que carece nuestra democracia. La televisi¨®n p¨²blica no es m¨¢s que un altavoz gubernativo; las privadas han ca¨ªdo en manos de amigos del gobierno; los diputados no hablan. Sin medios de comunicaci¨®n y sin Parlamento que obliguen a los pol¨ªticos a exponer argumentos, justificar partidas presupuestarias, someter sus propuestas a discusi¨®n, no es posible el debate p¨²blico. En su lugar, no hay m¨¢s que especialistas en el titular despectivo, en la frase corta, vac¨ªa, expertos en esa forma de chuler¨ªa que confunde el insulto con el ingenio. A no ser que se trate de un muerto: entonces el elogio retumba un¨¢nime, pero s¨®lo porque es inevitablemente f¨²nebre.
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