Rituales
Acaba de comenzar la campa?a electoral que pretende animarnos a votar en las urnas municipales, auton¨®micas y europeas. Y lo hace bajo un clima pol¨ªtico m¨¢s bochornoso que nunca, con todos los partidos enzarzados en achacarse unos a otros sus corrupciones m¨¢s fraudulentas. Dados los precedentes, cunde la sospecha de que todo es verdad, pero no toda la verdad, pues parece mucho mayor la corrupci¨®n oculta que a¨²n est¨¢ sin descubrir todav¨ªa. El ¨²ltimo esc¨¢ndalo que acaba de destaparse es el del lino, afectando a la cabeza misma de la candidatura europea del partido gubernamental. Pero no sabemos si antes de que acabe la campa?a estallar¨¢n nuevas revelaciones, quiz¨¢ relativas a las m¨²ltiples ramificaciones del caso Torras.As¨ª que, juzgada con esp¨ªritu censor, la pestilencia que despide nuestra clase pol¨ªtica resulta nauseabunda. Y encima, a¨²n tienen el valor de pedirnos que les votemos tap¨¢ndonos la nariz, apelando a nuestros intereses m¨¢s rapaces y rastreros. Adem¨¢s, por si esto fuera poco, la mayor¨ªa parlamentaria aparta estos temas de su agenda de debate, aplaz¨¢ndolos para despu¨¦s de las elecciones para evitar que contaminen la campa?a electoral. Lo cual, como ha observado con lucidez Ramoneda, es una contradicci¨®n flagrante, pues en teor¨ªa la campa?a deber¨ªa servir para debatir en p¨²blico cuestiones como ¨¦stas, precisamente. ?O no es as¨ª? ?Y si la campa?a sirviera para otra cosa?
En realidad, una campa?a electoral ya no es una esfera p¨²blica de debate, sino un escenario para el espect¨¢culo pol¨ªtico. En efecto, como ha subrayado Bernard Manin, hoy ya no estamos en una democracia de partidos, sino de audiencia, donde lo que cuenta no son tanto los programas electorales que se ofertan en campa?a como la imagen de los candidatos que se presentan en escena. Dada la creciente movilidad social, la indefinici¨®n de las preferencias pol¨ªticas y la fragmentaci¨®n de las divisorias electorales, la fidelidad de los votantes se ha hecho cada vez m¨¢s precaria y vol¨¢til.
En consecuencia, la oferta pol¨ªtica se ha hecho personalista, y ahora la chance electoral depende de la confianza que logren inspirar los candidatos. Sobre todo en los comicios locales, donde la inmediata proximidad permite a los votantes identificarse con aquellos l¨ªderes en quienes m¨¢s y mejor se reconocen.
Por eso las campa?as electorales se han convertido hoy en un mero ritual escenogr¨¢fico: el principal rito pol¨ªtico de las democracias parlamentarias. En tanto que tales, parecen ficticias y ociosas, sirviendo s¨®lo para seducir con su barato efectismo medi¨¢tico a los electores m¨¢s cr¨¦dulos o menos informados. Pero esto no implica que sean s¨®lo redundantes, pues no hay que considerarlas como un medio para informarse, sino como una ceremonia ritual: una celebraci¨®n l¨²dica y espectacular. Y seg¨²n ha observado la antropolog¨ªa, la funci¨®n de los ritos es regenerar la cohesi¨®n c¨ªvica y restaurar el contrato social, amenazados de deterioro como consecuencia de su rutinaria erosi¨®n cotidiana. Pues bien, eso hacen los ritos electorales: reafirmar el t¨¢cito contrato que vincula a electores y elegidos, renovando el libre consentimiento que los ciudadanos deben otorgar a sus futuros gobernantes. Ahora bien, en el parlamentarismo inventado para sustituir a la lucha civil, esos rituales adoptan la forma de espectaculares competiciones deportivas, donde los contendientes pugnan por ganar. De ah¨ª que, como sucede con todo espect¨¢culo deportivo, el inter¨¦s electoral dependa sobre todo de las expectativas abrigadas sobre el vencedor m¨¢s probable.
Si reina la incertidumbre porque los contendientes est¨¢n muy igualados y hay juego limpio, entonces las pasiones crecen porque la expectaci¨®n aumenta. Pero si, como sucede ahora, ya se sabe de antemano qui¨¦n es el favorito que va a ganar (porque hace tongo, juega con cartas marcadas, ha comprado al ¨¢rbitro medi¨¢tico y su contrincante tiene las manos atadas), entonces ya no hay expectaci¨®n alguna, el inter¨¦s decae y las pasiones pol¨ªticas se apagan, cundiendo el desaliento. S¨®lo queda, de rebote, la bronca y el derecho al pataleo.
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