El sol sale para todos
Esta que fuera general¨ªsima avenida, paradigma de la modernidad arquitect¨®nica y de la especulaci¨®n inmobiliaria del antiguo r¨¦gimen, se recicl¨®, a t¨ªtulo p¨®stumo, como prolongaci¨®n del paseo de la Castellana, eje y vaguada, ancestral ca?ada madrile?a, pasto de asfalto para la vorac¨ªsima caba?a autom¨®vil que se reproduce sin freno y sin tasa, en perjuicio de la poblaci¨®n b¨ªpeda y a beneficio de los hacedores de aparcamientos de pago, encargados de estabular ordenadamente a las ingentes manadas de cuadr¨²pedos mec¨¢nicos que confluyen en esta zona atra¨ªdos por los irresistibles reclamos de unos grandes y c¨¦lebres almacenes. Esta populosa encrucijada no tiene nombre, ni monumento, ni fuente ornamental, pero goza de un privilegiado estatus en materia de transportes, con boca de metro, estaci¨®n de ferrocarril, l¨ªneas de autobuses, paradas de taxi, t¨²nes de enlace y aparcamientos subterr¨¢neos y de superficie.
Un paso elevado que puentea la Castellana y comunica el pr¨®spero Chamart¨ªn con los populosos y populares Cuatro Caminos, impone su utilitaria traza en desmedro de la est¨¦tica dejando a un lado los bloques implacables de los Nuevos Ministerios, y al otro el bosque vertical y petrificado de Azca.
El edificio b¨²nker del hipermercado goza de una privilegiada ubicaci¨®n y de una log¨ªstica esmerada; es una construcci¨®n s¨®lida, un paralelep¨ªpedo casi ciego al exterior para que la clientela no se distraiga, para que se olvide del paso del tiempo y se concentre en lo suyo, que es comprar.
Pero cuando llega el verano y los term¨®metros p¨²blicos diseminados por el entorno superan los 40?, el centro comercial acoge a una poblaci¨®n flotante de falsos clientes m¨¢s motivados por la excelente climatizaci¨®n del local que por sus ofertas. Resulta una inversi¨®n rentable porque el impostor casi siempre acaba picando algo, aunque sea en la cafeter¨ªa.
La provechosa ceguera del edificio habilita la utilizaci¨®n de su fachada principal como reclamo publicitario gigante y mutante. As¨ª, una enorme pancarta anuncia "La Fiesta del Sol", y el astro rey, que ha decidido participar en el homenaje, se deja caer a sangre y fuego sobre la plaza, y especialmente sobre la playa de estacionamiento, donde se achicharran, por un m¨®dico precio, cientos de veh¨ªculos que, antes o despu¨¦s, tomar¨¢n cumplida venganza de sus amos, transmutados en potentes hornos solares.
Bajo el sol, y a la sombra del centro comercial, se levantan las fr¨¢giles barracas prefabricadas de una feria de artesan¨ªa ¨¦tnica y ex¨®tica, el mercadillo consume las migajas del hipermercado bajo su ala, pero de vez en cuando tambi¨¦n seduce a los viajeros de cercan¨ªas que emergen de la estaci¨®n subterr¨¢nea, funcional y bien ventilada, cuya asepsia tratan de paliar las impactantes im¨¢genes de una exposici¨®n fotogr¨¢fica y solidaria.
Los mentores del paso elevado que tacha la plaza trataron de amortiguar el impacto brutal de su presencia con la colocaci¨®n de dos obras de arte bajo el arranque del puente, dos piezas piadosamente an¨®nimas condenadas a sobrevivir entre la clandestinidad, la oscuridad, la suciedad y la indiferencia de los peatones. Al fondo un mural con relieves met¨¢licos y colores apagados por el holl¨ªn y, unos metros m¨¢s all¨¢, una escultura de verticalidad dr¨¢sticamente limitada por el alzado de la ominosa estructura. Parece como si el artista, abrumado por las limitaciones, hubiera dejado caer de cualquier manera sobre el chato pedestal los elementos de su fallida composici¨®n para ir a lavarse las manos.
La mugre que devora este rinc¨®n se ha cebado con el pedestal de La verticalidad imposible, que durante varios meses tuvo su adorador nocturno, un inquilino que hizo su lecho de la dura piedra y mont¨® su precario y escueto vivac de vagabundo en el monumento, dando sentido, utilidad, qui¨¦n sabe si cari?o, a una obra incomprendida y marginada, como ¨¦l mismo.
Sobre este beat¨ªfico personaje, capaz de dormir a pierna suelta, incluso en pleno d¨ªa, acunado por los cantos de las sirenas y los rugidos de las bocinas, escribi¨® este cronista hace tiempo un art¨ªculo, admirativo, bien intencionado, pero tal vez algo imprudente. Esto ¨²ltimo se le pas¨® por la cabeza cuando al transitar por all¨ª, una o dos semanas despu¨¦s de publicado, vio que el impasible e imposible ermita?o urbano hab¨ªa dejado su refugio.
El cronista lleg¨® a pensar que tal vez el abandono no hab¨ªa sido voluntario, sino fruto del malentendido celo, o la especial mala leche, de un lector con resposabilidades en materias de orden p¨²blico. Desde entonces se cuida por si acaso, y esta vez, en lugar de poner sus ojos a ras del suelo para describir las variadas formas de ganarse la vida que practican algunos de sus cong¨¦neres a las puertas del centro comercial, no todas respetuosas con la legalidad, se pone a mirar a las alturas de las orgullosas torres bancarias de sus contornos y recuerda que en lo m¨¢s alto de una de ellas -lo vio en un reportaje de televisi¨®n- resid¨ªa hace a?os un aut¨¦ntico halc¨®n, un altivo falc¨®nido al que alimentaban con mimo los directivos de la entidad, tal vez con solidaridad de aves de presa.
Del otro lado de la plaza y del puente reluce, bajo un sol de desierto, la pir¨¢mide que remata un nuevo edificio bancario. En la acera de enfrente, algo eclipsado por este competidor, se levanta el bloque de estilo funcionarial que en su d¨ªa fuera sede del extinto Instituto de Reforma y Desarrollo Agrario (IRYDA), como siguen recordando los relieves aleg¨®ricos y vegetales que animan sus fachadas, un tanto fuera de lugar, si es que alguna vez lo tuvieron, porque hoy el inmueble, aunque contin¨²a adscrito al mismo ministerio, se dedica a faenas burocr¨¢ticas relacionadas con la pesca.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.