Un universo que va del juego al curioseo
"Hagan juego se?ores", cantabn indistintamente en castellano y catal¨¢n los crupieres del Casino de Barcelona. Fieles a la tradici¨®n dictada desde Las Vegas, como ense?a el celuloide fabricado en Hollywood; pero con un aire mucho m¨¢s local, m¨¢s mediterr¨¢neo, los crupieres invitaban al juego desde la sobriedad de su vestimenta negra y gris y su rictus imperturbable. El reclamo calaba entre la concurrencia, mayor cuanto m¨¢s avanzaba la noche y entre aquellos que sab¨ªan d¨®nde estaban y a qu¨¦ ven¨ªan. No eran todos, pues en la primera noche de actividad del nuevo casino que, desde los bajos del hotel Arts, en el coraz¨®n del olimpismo barcelon¨¦s de anta?o, ahora se reivindica como una oferta l¨²dica y de ocio imprescindible, hab¨ªa mucho curioso. Mucho turista aut¨®ctono no accidental, que decidi¨® cambiar su habitual plan del viernes por la noche para entrar en un mundo que se supone de lujo y dinero; para sentirse, aunque s¨®lo fuese por una noche, part¨ªcipe de un espect¨¢culo en el que los colorines de las fichas valen algo m¨¢s que su peso en oro. Aunque sea el oro que ostentan y se gastan los dem¨¢s porque, cuando uno desconoce los c¨®digos de este universo, mitificado por unos, denostado por otros, prefiere acodarse y observar a los maestros. As¨ª que una parte de la concurrencia, con m¨¢s o menos disimulo, opt¨® por acercarse a alguna de las barras, encargar el refrigerio pertinente e iniciar su particular rueda de reconocimiento. Tambi¨¦n los hubo quienes, para parecerse un poco m¨¢s a los que reinaban en las mesas de juego, no dudaron en recurrir al gesto fino y reclamar los servicios del camarero. Pero por logrado que fuese el disimulo, resultaba d¨ªficil alcanzar, tan s¨®lo en unas horas, el porte de los expertos. Se notaba ya al llegar. Les bastaba tirar de carnet acreditativo o de contrase?a aprendida -"soy cliente desde Sant Pere de Ribes"- para recibir las atenciones del personal y pasar con absoluta naturalidad, lo que estimulaba el nerviosismo del ne¨®fito: el control de identificaci¨®n que, "por su seguridad", efectuaban, a dos bandas, el personal acreditado y las c¨¢maras de vigilancia. Superada esta etapa, previo pago de 650 pesetas por persona -abundaban las parejas y los grupos en busca de una noche de diversi¨®n -, una gigantesca l¨¢mpara de cristal tallado mitiga, con su lujo, la primera imagen de vulgaridad que ofrece la sala de las m¨¢quinas tragaperras. En mayor cantidad, mejor dispuestas, con serviciales j¨®venes que instruyen sobre su manejo, pero no dejan de ser tragaperras, como las del bar del vecino. Los adictos a su musiquilla, a sus parpadeos, y al ruido que desprende la cascada de calderilla no pueden, sin embargo, sino sucumbir a su llamada, estimulados adem¨¢s por la posibilidad de abandonar el casino en un nuevo utilitario. Pero lo gordo se cuece abajo, en la planta en la que desemboca una escalera de pel¨ªcula, iluminada por la flamante l¨¢mpara. En un ambiente fresco, dominado por el humo de los imprescindibles puros -como tantas veces se ha mostrado, no hay tah¨²r que se precie que no comparta el placer del juego con el humo de un gran cigarro-, los crupieres llaman a depositar el dinero en forma de fichas multicolores sobre el tapiz, variable en forma y color seg¨²n se trate de la ruleta francesa, americana, black jack, el punto y banca o la bola. Este ¨²ltimo es el campo de fogueo para los no iniciados. La apuesta m¨ªnima es asequible -100 pesetas- y no requiere grandes conocimientos, aparte de abandonarse al azar para que premie determinado n¨²mero. Una pareja de j¨®venes ingleses, vista su fortuna, decide amortizar all¨ª su jornada de turismo y cerveza desaforada. La ruleta francesa y la americana son el siguiente paso. Los apostantes aqu¨ª ya empiezan a apuntar maneras, aunque alg¨²n osado principiante no dude en reclamar su derecho a probar fortuna. "Este chico est¨¢ verde", apunta una se?ora, curtida en el juego galo y en alusi¨®n al crupier, que no ha ubicado bien su apuesta. Parece tener raz¨®n. El joven ha necesitado de la intermediaci¨®n del juez, que desde su silla todo lo observa, para complacer a un enfadado apostante que, puro en mano, reclama su premio. Lo obtiene con la aprobaci¨®n de un segundo juez para, acto seguido, ver c¨®mo se esfuma. "Me lo juego siempre todo a un n¨²mero", dice un tanto malhumorado. Tras las primeras escaramuzas -las apuestas no tienen por qu¨¦ superar las 200 pesetas-, las partes m¨¢s rec¨®nditas de la sala albergan el verdadero juego. "?Por fin! Hace tres horas que lo ped¨ª", se queja un experimentado jugador al recibir en su mesa el caf¨¦ solicitado. Apuesta al black jack y domina el juego. Ni se inmuta ante el mont¨ªculo de fichas que tiene ante ¨¦l. Algo similar sucede con la colonia asi¨¢tica. Son la nota ex¨®tica de la sala, pero saben a lo que han ido. Se les nota en su atav¨ªo -lucen sin reparos el oro en sus anillos- y, sobre todo, en su dominio. Copan las mesas del punto y banca, apuestan, arriesgan, hasta se permiten aconsejar en un solvente castellano, y, antes de retirarse, canjean sus ganancias. Es dif¨ªcil resistirse a una tentativa, aunque sea a baja escala. Siete, rojo, impar. La bola se detiene. "No va m¨¢s".
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