?Hay un nacionalismo moderado?
La perversi¨®n del l¨¦xico pol¨ªtico no es un vicio, es un procedimiento. Poner en circulaci¨®n una met¨¢fora es una victoria irreversible. Apropiarse de un adjetivo es asegurarse algo m¨¢s que un esca?o. As¨ª parece suceder con "moderado", que se cotiza mucho m¨¢s que "radical". No deja de resultar llamativo. Despu¨¦s de todo, un radical es alguien que apunta a la ra¨ªz de los problemas. No nos interesa que un m¨¦dico nos cure "moderadamente". En ocasiones ni siquiera hay lugar para el adjetivo en virtud de la naturaleza del asunto: no hay manera de estar moderadamente en favor de la pena de muerte o moderadamente embarazada o muerto. La contraposici¨®n "radical-moderado" ha cuajado con especial fortuna en el caso del nacionalismo. A veces se refiere a los procedimientos, a la disposici¨®n a usar la violencia. Que esa demarcaci¨®n tiene una indiscutible importancia para la vida de las gentes est¨¢ m¨¢s all¨¢ de toda duda razonable. Que permita reconocer diferencias en los objetivos es m¨¢s discutible. La distinci¨®n parece sugerir que el nacionalismo admite grados, que se puede ser un poco nacionalista, al modo como se es m¨¢s o menos feo o m¨¢s o menos inteligente. La distincion entre nacionalismos tendr¨ªa que ver con el mayor o menor grado de afirmaci¨®n de la identidad nacional. Por as¨ª decir, los distintos nacionalistas se situar¨ªan en una especie de continuum entre dos extremos: el nacionalismo rom¨¢ntico asentado en conceptos entre hist¨®ricos y biol¨®gicos, la etnia que comparte biograf¨ªa y destino, y un nacionalismo democr¨¢tico que se caracterizar¨ªa exclusivamente desde la disposici¨®n a vivir compartidamente. El nacionalismo moderado buscar¨ªa situarse cerca del segundo extremo. De que el primero es posible hay sobrada evidencia, toda ella lamentable. Las dudas se refieren al otro polo, a si tiene o no perfil reconocible. Si no lo tiene, la idea misma de un continuo pierde sentido, y con el nacionalismo pasa lo mismo que con el embarazo. La idea de "nacionalismo democr¨¢tico" quiere prescindir de cualquier idea de "identidad" a la hora de otorgar la condici¨®n de ciudadano. Las razones para prescindir de esa idea son diversas. Algunas tienen que ver con la genealog¨ªa. Dicha idea supone inexorablemente que aquellos que no participan de la identidad no forman parte de la polis, son extranjeros, turistas u ocupantes. ?sa es la herencia que viene del historicismo, de las tradiciones rom¨¢nticas, y que acaba por cristalizar en la barbarie del nazismo. Cierto es que la historia tiene ejemplos para todos los gustos y que la Ilustraci¨®n tambi¨¦n tiene sus cad¨¢veres. En todo caso, hay una diferencia que no conviene desatender: el v¨ªnculo entre nacionalismo y barbarie es esencial. No se sabe muy bien en qu¨¦ consistir¨ªa un nazismo tolerante, cosa que es perfectamente posible con las diversas herencias de la Ilustraci¨®n, con todas. Adem¨¢s de la historia est¨¢ el sentido com¨²n. La identidad nacional ayuda a entender bien poco la vida de las gentes. Para ponerlo en unos t¨¦rminos asibles: conociendo la vida de un barcelon¨¦s (la vida que cuenta: hijos, actividades) puedo predecir mucho m¨¢s acerca de la vida de un neoyorquino que de las gentes de bastantes pueblos de L¨¦rida. La idea de una identidad entendida como una esencia que escapa a las peripecias de la historia no resiste el an¨¢lisis, aun si permite inaugurar museos nacionales que arrancan poco m¨¢s o menos en la improbable Eva mitocondrial.
Abandonadas las invocaciones a la identidad nacional, el nacionalismo democr¨¢tico busca una ra¨ªz consensual, contractual si se quiere, m¨¢s af¨ªn a las tradiciones constitucionales. La naci¨®n no ser¨ªa otra cosa que la voluntad de ser naci¨®n, la creencia (de las gentes) en la naci¨®n. Y lo cierto es que es as¨ª. Las naciones no son como las monta?as o los cr¨¢teres de la Luna, que para su existencia no dependen de lo que los hombres crean o quieran. Una naci¨®n existe cuando existe un conjunto de individuos que cree que es una naci¨®n. Si se quiere decir as¨ª, su existencia objetiva depende de las creencias (inter)subjetivas. Eso no hace de la naci¨®n algo particularmente "subjetivo", al menos en el modo usual que decimos, por ejemplo, que es subjetivo mi gusto por la paella. Las naciones no ser¨ªan m¨¢s "subjetivas" que, por ejemplo, el dinero. Todos estamos de acuerdo en que cierto trozo de papel es un billete (o un recibo o un pasaporte), y es precisamente un billete porque todos estamos de acuerdo. Mi afirmaci¨®n "este conjunto de hojas grapadas es un pasaporte" es verdadera o falsa en un sentido en el que no lo es "la paella es buena". Hasta aqu¨ª no hay m¨¢s misterio; s¨®lo hasta aqu¨ª. En las convenciones intersubjetivas que dotan de objetividad a las construcciones humanas, al final siempre hay un cimiento m¨¢s o menos real sobre el que reposa la convenci¨®n. Todos estamos de acuerdo en que "X" (el papel, el icono) se refiere a "Y" (valor, Dios). La naci¨®n no es una excepci¨®n. Los individuos que constituyen una naci¨®n cuando "creen que son una naci¨®n" tienen que llenar de alg¨²n modo el contenido de su creencia, esa "naci¨®n" en la que creen. Una creencia tiene que recaer en algo que no sea el hecho mismo de creer. Creer es creer en algo, sea en que "Dios cre¨® el mundo" o en que "ma?ana saldr¨¢ el sol". Una creencia no se aguanta a pulso. Por eso es rid¨ªculo el juicio: "Todos estamos de acuerdo, pero no sabemos en qu¨¦". En el caso del nacionalismo, esa creencia es, inevitablemente, "la identidad nacional". Y es ah¨ª donde el nacionalismo democr¨¢tico deja, no menos inevitablemente, de serlo. El nacionalismo necesita alg¨²n contenido, algo que sostenga la escalera de la creencia. Si el nacionalismo fuera puramente contractual, la idea de "extender la idea nacional" resultar¨ªa un desprop¨®sito. Si los individuos est¨¢n de acuerdo en que son una naci¨®n, lo son; si no est¨¢n de acuerdo, no lo son. Por definici¨®n, un individuo que no cree formar parte de una naci¨®n no forma parte de ella (de aqu¨ª proceden muchas de las complicaciones del derecho a la autoderminaci¨®n). No cabe convencer a nadie de que "forma parte de la naci¨®n". Un nacionalismo genuinamente constitucional, en un contexto en donde no existe discriminaci¨®n por razones de identidad, estar¨ªa llamado a ser paral¨ªtico pol¨ªticamente. En la medida en que el nacionalismo se quiere una fuerza pol¨ªtica tiene que llenar de contenido la idea de naci¨®n, y ese contenido no puede ser otro que la identidad nacional. El nacionalismo no puede prescindir de la naci¨®n y la naci¨®n no puede prescindir de la identidad nacional. No resulta innesario recordar que no hay nacionalismo libre de culpa. Se ha dicho mil veces, pero, brechtianamente, hay que seguir recordando lo evidente: los nacionalismos se necesitan. El proyecto de edificar la vida sobre una identidad "espa?ola" se puede criticar de dos maneras. Una tibia, desde el adjetivo, desde el mayor o menor realismo de esa identidad, desde si recoge o no "nuestra" identidad o de si es realmente "la suma" de todas las identidades. La otra, radical, desde el sustantivo, desde la intenci¨®n misma de hacer de la identidad asunto pol¨ªtico. A los nacionalismos no les est¨¢ concedida la segunda posibilidad. Es ¨¦se exactamente su prop¨®sito: organizar la vida pol¨ªtica desde la identidad. Y es ¨¦se el problema, no la identidad como tal. Las identidades, nacionales y las otras, mal que bien, existen, y hasta es posible que est¨¦n f¨ªsicamente localizadas, en las arrugas de la cara o en las del neocortex. S¨®lo cuando se convierten en bandera pol¨ªtica es cuando su temible carga hist¨®rica se activa de nuevo.
F¨¦lix Ovejero Lucas es profesor de Metodolog¨ªa de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.
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