El poder de los jueces
La evoluci¨®n hist¨®rica cambia radicalmente el sentido de conceptos e instituciones que nacen concebidos para alcanzar unos objetivos y, c¨®mo los personajes de Pirandello, se independizan de sus autores y acaban cumpliendo otros que se sit¨²an en las ant¨ªpodas de los primeros.Montesquieu ten¨ªa razones hist¨®ricas basadas en la experiencia del Estado Absoluto, para rechazar el poder de los jueces, de los que dijo que deb¨ªan ser s¨®lo la boca muda que pronuncia las palabras de la ley y que su poder deb¨ªa de ser, de alguna manera, nulo. Tambi¨¦n todos los ilustrados que se interesaban por el Derecho, adem¨¢s del propio Secondat, como Beccaria, Filangieri, Jaucourt o Condorcet, se esforzaron por construir una teor¨ªa de la legislaci¨®n y resolver as¨ª los problemas de seguridad, de certeza y de libertad, mediante la racionalizaci¨®n y la b¨²squeda de calidad de las leyes. Ese club de los nom¨®filos, de los entusiastas de la Ley, hab¨ªa sufrido el despotismo de los monarcas absolutos, que decid¨ªan sobre la vida y la libertad de sus s¨²bditos, apoyados en jueces crueles, dependientes del soberano, con unos procedimientos inquisitorios y unas facultades arbitrarias y omn¨ªmodas. La lucha de los fil¨®sofos y de los juristas, desde Tomasio a finales del XVII, llev¨® a la defensa de la ley y a la desconfianza total en los jueces del Antiguo R¨¦gimen. El Estado liberal fue, desde sus or¨ªgenes, un Estado legislativo parlamentario que, adem¨¢s, cre¨® un estatuto profesional de los jueces que garantizase su neutralidad y su independencia para resolver con justicia los casos concretos, y tambi¨¦n unos derechos del detenido y del inculpado, conocidos como garant¨ªas procesales para proteger sus derechos ante lo arbitrario. Unos procedimientos penales, sin privilegios e iguales para todos, completaban el panorama del tratamiento liberal democr¨¢tico para salir del horror del viejo sistema del Estado absoluto.
Pasado el tiempo, las circunstancias hist¨®ricas evolucionaron el Estado social, ampli¨® las competencias estatales, la Administraci¨®n se desbord¨® y se constat¨® que el viejo ideal de unas normas generales y abstractas, capaces de abarcar todos los casos, era un sue?o imposible. Por otra parte, el valor de la Constituci¨®n, por encima de las leyes, llev¨® a la necesidad que teoriz¨® Kelsen en 1926, pero que ya practicaba el Tribunal Supremo de Estados Unidos, desde principios del siglo XIX, de vigilar las leyes, garantizando su control ante la supremac¨ªa normativa de la Constituci¨®n. Ya antes, la superioridad de las leyes sobre las normas administrativas hab¨ªa disparado el control judicial de la Administraci¨®n, y se hab¨ªa constatado que s¨®lo los jueces pod¨ªan resolver los casos dif¨ªciles ante las lagunas, las antinomias, las zonas de penumbra de las normas, o su textura abierta. Todos esos fen¨®menos sociales que afectaban al Derecho estaban justificados y una amplia literatura cient¨ªfica se encarg¨® de legitimar los cambios, que eran de gran profundidad y que reduc¨ªan el espacio de la ley y potenciaban el protagonismo de los jueces. A la teor¨ªa de la legislaci¨®n le suceden diversas teor¨ªas de la argumentaci¨®n que intentan racionalizar igualmente los fallos judiciales, como si ¨¦stos derivasen necesariamente de unas reglas de deliberaci¨®n que conducen a una ¨²nica respuesta correcta. Al entusiasmo de los nom¨®filos le sucede el entusiasmo de los judicialistas, y en ambos momentos se deja de lado una realidad, la que relaciona al Derecho con el poder y que marca, con un decisionismo imposible de evitar la condici¨®n de las normas, y el poder de quienes las formulan. A quienes venimos coincidiendo con la afirmaci¨®n de Kelsen de que toda norma tiene tras de s¨ª una voluntad, se nos acusa de voluntarismo, convirtiendo lo que es un diagn¨®stico en una teor¨ªa que se propugna. El desencanto de Kelsen, al arruinar con su afirmaci¨®n su teor¨ªa pura, es signo de lucidez y de honestidad intelectual, y parece que los vigilantes de la racionalidad, como los viejos te¨®logos rechazan la constituci¨®n del e"pur si muove, sin reconocer que con su racionalizaci¨®n del comportamiento de los jueces est¨¢n enmascarando la realidad de su poder, que se ha reforzado hasta volver a ser el que fue y que tanto tem¨ªa Montesquieu.
Su viejo diagn¨®stico de que todo poder tiende a crecer hasta que es detenido y de que ese desarrollo del poder conduce al abuso y a la arrogancia, aunque se formul¨® respecto al viejo ejecutivo absoluto, sirve para este nuevo poder emergente de los jueces en el Estado liberal democr¨¢tico y, desde luego, sirve para el caso espa?ol. La realidad incontrovertible y necesaria en las modernas sociedades de la creaci¨®n judicial del Derecho, disputando espacio al Parlamento y a las leyes, ha producido en muchos jueces una conciencia de su poder amparado en su independencia y en el estatuto constitucional y legal que les protege, que est¨¢ produciendo, en algunos supuestos, desviaciones graves y abusos relevantes que dan la sensaci¨®n de arbitrariedad, de falta de l¨ªmites y de impunidad. Todo el esfuerzo intelectual de someter la voluntad del poder a la racionalidad del Derecho, que es el esfuerzo de la democracia y del gobierno de las leyes, a partir de las revoluciones liberales, se encuentra con que uno de los instrumentos claves de esa racionalizaci¨®n y de la defensa de los derechos de los ciudadanos, en supuestos que se repiten m¨¢s de lo deseable, se pueden convertir en imitadores de los abusos, para cuyo control fueron, en parte, habilitados. Pese a todos los procedimientos, pese a todas las barreras, de nuevo la ilusi¨®n del fin de la arbitrariedad quiebra por la acci¨®n de personas de un colectivo creado para proteger y defender la seguridad y la libertad. Un corporativismo creciente ayuda a mitigar los instrumentos jur¨ªdicos que reaccionan ante los abusos que, en muchos casos, son tratados por los competentes para sancionar las desviaciones, con benevolencia y comprensi¨®n irritantes, y frente a las que no cabe un control externo al propio poder judicial. Una formaci¨®n deficiente basada en la preparaci¨®n de unos temas, en unas oposiciones con preparadores del propio colectivo de jueces y magistrados, que son juzgadas y resueltas por mayor¨ªa de la misma corporaci¨®n, crean unos modelos de jueces poco cultos, t¨¦cnicos de las normas que conocen de memoria para las oposiciones, pero a veces analfabetos de la vida, y de los procesos hist¨®ricos, que marcan la evoluci¨®n de las sociedades y de dimensiones econ¨®micas, estad¨ªsticas y tecnol¨®gicas hoy imprescindibles para entender los procesos sociales. La incomprensible ausencia de las universidades en la formaci¨®n de los jueces, el casi nulo valor de su estancia formativa en la antigua Escuela Judicial, y la escasa formaci¨®n posterior de reciclaje o de profundizaci¨®n de los conocimientos, abandonan la formaci¨®n humanista e ilustrada a los propios jueces, que son conscientes, y no lo son todos, de esa necesidad. Finalmente, la politizaci¨®n de los procesos, cuando a veces se han trasladado a los jueces debates que debieron ser resueltos en sedes pol¨ªticas, ha aumentado la creencia de los jueces en su poder y les ha contaminado con la tentaci¨®n de sustituir los debates judiciales por debates pol¨ªticos y por resoluciones pol¨ªticas. Esa sensaci¨®n de poder, junto con un colectivo mayoritariamente impecable y correcto en sus resoluciones, ha creado, en general y tambi¨¦n en Espa?a, unos modelos extravagantes de jueces y de fiscales con af¨¢n de notoriedad, con una alta opini¨®n de s¨ª mismos, con una arrogancia injustificada sobre su poder, con una conciencia de reformadores intransigentes, con la convicci¨®n de que ellos solos son capaces de corregir las miserias humanas, y con des
precio de las reglas garantizadoras, poco preocupados de las desdichas que pueden crear y seguros de su impunidad. Estas caracter¨ªsticas son especialmente graves cuando se sit¨²an en el ¨¢mbito penal, en el que deciden sobre la libertad y sobre el honor de las personas, infamadas cuando son inculpadas, aunque es una instituci¨®n pensada para protegerlas. Sobre todo, si se trata de personas con notoriedad p¨²blica, se parte de una presunci¨®n de culpabilidad, se abren causas generales y se desconocen derechos espoleados por el v¨¦rtigo de corregir la inmoralidad de los pol¨ªticos. Hay casos en que esas acusaciones coinciden con la realidad, pero hay otros en los que se mancha irremediablemente la honra de personas inocentes, a las que se aparca durante a?os en procesos interminables, sin respetar el principio acusatorio y en alg¨²n otro caso intentando sentar en el banquillo a personas a las que ni el juez de instrucci¨®n ni el fiscal han visto ni han tomado declaraci¨®n, cambiando el contenido de la acusaci¨®n sin notificarles, y en base a informes de peritos de Hacienda que son parte en los procesos, y que pueden merecer la tacha de parcialidad.Con que en un solo caso se actuase con injusticia, y son m¨¢s de uno, la preocupaci¨®n debe ser seria cuando honrados ciudadanos, funcionarios ejemplares y servidores del Estado y del inter¨¦s general son sometidos a procesos injustificados, que recuerdan al Antiguo R¨¦gimen y que reclaman un nuevo Voltaire para denunciarlos. Instituciones tan vitales como la independencia judicial se tergiversan y se convierten en esos casos en barreras protectoras de la arbitrariedad, perdiendo la riqueza de su sentido originario.
He sido y soy un impulsor decidido del papel de los jueces y de su gobierno y he defendido a capa y espada al Consejo General del Poder Judicial en la Constituci¨®n y en su funcionamiento posterior. Como creo que nadie puede acusarme de ser enemigo de este colectivo, mi alarma y mi denuncia deben ser tomadas en serio. Los defensores del honor, de la libertad y del patrimonio de las personas tienen que medir responsablemente sus decisiones y debe abrirse por el Gobierno, las Cortes Generales y el Consejo, y tambi¨¦n, con altura de miras, por las asociaciones judiciales, un proceso de reflexi¨®n que deber¨ªa conducir a profundas reformas en las formas de acceso de los jueces, aumentando su periodo de formaci¨®n, en el control y correcci¨®n de sus desmesuras cuando se produzcan, y en una adecuada reactualizaci¨®n de sus conocimientos. Al tiempo, instituciones como el juez instructor y el procedimiento abreviado deben ser revisadas cr¨ªticamente porque en ellas y en esos fallos graves del modelo del juez en nuestro sistema, residen muchas de las razones que producen incertidumbre e inseguridad en personas que, con el comportamiento poco juicioso de algunos jueces, ven con seria preocupaci¨®n la integridad de su honor personal e incluso de su libertad. Si no se rectifica, estar¨ªamos en el t¨²nel del tiempo volviendo a situaciones contra las cuales se levantaron las grandes ideas que construyeron la libertad de los modernos.
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