El camino a la felicidad
La desaparici¨®n del autocar llamado El Mantecado -desde el suceso, rebautizado por los medios de comunicaci¨®n como el autocar fantasma-, que viajaba de Estepa a Madrid con 60 personas captadas para hacer de p¨²blico en el programa televisivoLa ruleta de Espa?a, tuvo que producirse poco despu¨¦s de que realizara una parada de emergencia en un bar de la autopista, cerca de Aranjuez. El encargado del local, un camarero y varios clientes se apresuraron a telefonear a distintas emisoras de radio en cuanto salt¨® la noticia del extra?o desvanecimiento del veh¨ªculo en la nada. Los testigos fueron contundentes: coincidieron en que unos cuantos pasajeros pidieron caf¨¦ y refrescos, y en que otro exclam¨®, dirigi¨¦ndose a la que parec¨ªa su mujer: "?Mira, polvorones Fortaleza!"; otros, al parecer, se limitaron a pasear por las cercan¨ªas del establecimiento. Fue el camarero quien a?adi¨® su deducci¨®n de que aquella pausa no figuraba en el plan de ruta, porque oy¨® al conductor quejarse a su ayudante de tener que viajar con p¨²blico tan mayor: "Siempre hay alguien que obliga a parar por culpa de la pr¨®stata", parece que dijo.
El caso del autocar perdido mantuvo ocupados durante varias semanas a los comunicadores. Muchos espont¨¢neos llamaron a los programas de mayor audiencia para afirmar que les hab¨ªan visto aqu¨ª o all¨¢ -hasta hubo quien asegur¨® que hab¨ªan sido tomados como rehenes pol¨ªticos por el Gobierno de Gibraltar-, y un vidente audiovisual anunci¨® su inminente localizaci¨®n en un punto del Pirineo aragon¨¦s, sin que tal premonici¨®n llegara a cumplirse.
Yo sab¨ªa su paradero. Porque hab¨ªa estado all¨ª.
Era un secreto que no pod¨ªa compartir ni siquiera con Adela, que tampoco comparte el suyo conmigo. Ver¨¢n, un matrimonio bien avenido no es, en mi opini¨®n, aquel cuyos miembros se lo cuentan todo, sino el que consigue una compacta imitaci¨®n de la confidencialidad, erigiendo una especie de doble muralla capaz de ocultar por completo el hecho de que los c¨®nyuges nunca se cuentan nada. No es que el secreto total sobre la propia vida garantice la felicidad, pero les aseguro que crea un c¨®modo equivalente. La complicidad, a mi entender, consiste en que los dos est¨¦n de acuerdo en no mostrarse m¨¢s que lo necesario.
He tenido mucho tiempo para meditar sobre ¨¦ste y otros temas desde que cerraron la f¨¢brica y me dieron la jubilaci¨®n anticipada, y me encontr¨¦ con que los libros del C¨ªrculo que hab¨ªa comprado cada mes y reservado para leer cuando dejara de trabajar a la edad reglamentaria, y la enciclopedia Espasa que adquir¨ª a plazos, eran como piedras en la estanter¨ªa. No me dec¨ªan nada los libros comprados con tanto esfuerzo, y empec¨¦ a encontrarle placer a sentarme ante el televisor y dejar que la angustia, que al principio era como escuchar sin parar los latidos del coraz¨®n, un asunto de volverme loco, se convirtiera en simple sudor. Sudor que pasaba de mis nalgas a la funda del sof¨¢ y luego al eskai, y que ah¨ª se quedaba.
Pronto descubr¨ª que lo m¨ªo eran los concursos, y que me gustaban tanto como le gustan a mi mujer los programas de reencuentros entre amantes que han dejado de quererse, o que a¨²n se quieren, pero s¨®lo el presentador tiene las claves para arreglarlos. Yo, antes, cuando trabajaba, sol¨ªa re¨ªrme de Adela, del incontenible llanto que ba?aba su rostro mientras permanec¨ªa abstra¨ªda en las complicadas tramas de los culebrones, de c¨®mo se emocionaba con telefilmes de sobremesa titulados Doctor, ?qu¨¦ ha hecho con mis embriones? o Yo tuve un hijo con espina b¨ªfida y consegu¨ª que le aceptaran en la escuela p¨²blica. Me re¨ªa, s¨ª, y la llamaba inculta, eso te pasa por no haber le¨ªdo un libro en tu vida, le dec¨ªa, y acariciaba con la mirada los m¨ªos, esos que ahora son como piedras en las estanter¨ªas.
Mi actitud de superioridad dur¨® poco. Pasaba las horas en el sof¨¢, delante del televisor, viendo programas de concursos. Me fascinaba aquel juego de ganar o perder, pero sobre todo me atra¨ªa el p¨²blico, que, pasara lo que pasara, lo aplaud¨ªa todo. Por la ma?ana ve¨ªa las repeticiones de los concursos de la noche anterior. Me acostumbr¨¦ a grabarlos, y a ponerlos a cualquier hora. Usaba el mando a distancia, que pronto me pareci¨® que era, como suele decirse, una prolongaci¨®n de mi mano. Congelaba la imagen, retroced¨ªa, la estudiaba con la misma dedicaci¨®n con que cronometr¨¦ los tiempos de producci¨®n durante la segunda mitad de los 30 a?os que pas¨¦ en la f¨¢brica.
As¨ª fue como descubr¨ª que unos aplaud¨ªan mejor que otros. Mejor dicho, que unos lo hac¨ªan bien y otros mal. Puede parecerles una tonter¨ªa, o una casualidad, pero les aseguro que no se trata ni de lo uno ni de lo otro. Quien aplaude bien es porque ha aprendido a hacerlo. Se lo digo yo, que de precisi¨®n entiendo mucho, y que he estado all¨ª por eso.
Otra cosa son los programas que requieren p¨²blico joven. Los j¨®venes de ahora, ?se han fijado?, nacen con el don de aplaudir, igual que nacen sabiendo manejar ordenadores. Y no s¨®lo aplauden: silban, ovacionan, abuchean, hacen la ola. Sale el presentador y le aplauden. ?l les increpa: "?No se¨¢is tarugos! ?Ten¨¦is dos horas por delante para aplaudir todo lo que quer¨¢is! ?No os gast¨¦is antes de tiempo, mamones!", y ellos a¨²n aplauden m¨¢s, y el presentador sonr¨ªe, complacido. La gente mayor, en cambio, siempre parece desconcertada, o que est¨¢ pensando en sus asuntos, o mucho peor a¨²n: no pensando en nada. Con una nube gris en los ojos, una bruma perezosa. Sus aplausos son mec¨¢nicos: surgen de su profundo embotamiento, se nota que reciben instrucciones desde un punto no visible en la pantalla.
Practicando mi observaci¨®n milim¨¦trica, vi que hab¨ªa siempre, en los diferentes p¨²blicos de gente mayor, personas que aplaud¨ªan con una diligencia y naturalidad que me parecieron, por lo menos, sospechosas. Pens¨¦, de pronto, que se trataba de trabajadores de la propia televisi¨®n, camuflados entre la masa para conducirles. Pero cuando estuve all¨ª, comprend¨ª que se trataba de elegidos (como yo), de sujetos preparados por su vida anterior (como la m¨ªa, en la f¨¢brica) para convertirse, mediante un cursillo r¨¢pido, en l¨ªderes de aplauso. Algunos llamar¨ªan abducci¨®n casual a lo que me ocurri¨®, yo prefiero decir que fui escogido, por mis propias cualidades, para ser sometido a un entrenamiento restringido e individualizado. No esperen detalles sobre lo que hice, ni d¨®nde ocurri¨® ni c¨®mo, pues he prometido guardar silencio y, aunque no lo hubiera hecho, debo decirles que apenas me acuerdo. Fue durante un tiempo infinito, aunque no s¨¦ cu¨¢nto dur¨®. S¨®lo s¨¦ que entr¨¦ en otro lugar siendo un don nadie y que sal¨ª aplaudiendo mejor. Enti¨¦ndanme: a¨²n no me han contratado para aplaudir oficialmente en un programa. Pero s¨¦ que aplaudo a la perfecci¨®n.
Mi mujer nunca demostr¨® haberse percatado de mi ?desaparici¨®n?, ni de que regres¨¦ escrupulosamente cualificado para mi nuevo trabajo. Al principio, lo atribu¨ª a su habitual ensimismamiento, aunque m¨¢s adelante, estudi¨¢ndola mientras lloraba ante los seriales, comprend¨ª que ella tambi¨¦n hab¨ªa sido entrenada. ?Cu¨¢ndo? ?Tal vez durante el mes que pas¨® en el pueblo, con su hermana? Las llamadas que me hizo y las postales que me envi¨® pod¨ªan ser falsas: ellos tienen los medios necesarios. Adela, estoy seguro, ha sido adiestrada igual que yo, pero para llorar. Porque ya no llora como antes, con aquel furor sordo con que soltaba el trapo a cada poco, por cualquier motivo. Ahora llora con una mansedumbre ejemplar, con gozo, dir¨ªa yo, y siempre delante de las teleseries. Sin duda es un asunto de ellos, y este secreto es uno m¨¢s de los muchos que nos unen.
Creo que ella, como yo, alimenta la esperanza de que alguien nos llame pronto para pedirnos que acudamos a un programa u otro con objeto de exhibir nuestras habilidades. Para Adela ser¨ªa una satisfacci¨®n enorme que la peinaran y maquillaran como a una cantante o una modelo, y que la sentaran en una de las primeras filas (aunque los elegidos suelen estar en cualquier asiento, sobre todo cerca de los menos proclives, para estimularles), desde donde se pondr¨ªa a llorar quedamente en cuanto el presentador preguntara, un suponer: "Entonces, Jos¨¦ Manuel, ?afirmas que tus relaciones con Teresa empezaron a enfriarse por culpa de tu falta de detalles?", para soltar una verdadera catarata al acercarse el momento culminante de la reconciliaci¨®n de la pareja o, con mucho m¨¢s motivo, si cabe, si se diera la circunstancia de que Jos¨¦ Manuel sufriera el rechazo de la recalcitrante Teresa. Personalmente, a m¨ª me gustar¨ªa convertir esta destreza que ha adquirido en un nuevo oficio. Podr¨ªa incluso viajar: las televisiones auton¨®micas tambi¨¦n andan necesitadas de p¨²blico experto. Y para aplaudir, como para llorar, no es necesario saber idiomas ni ser nacionalista.
Entre tanto, nadie ha conseguido averiguar qu¨¦ ha sido del autocar fantasma. Yo creo que su desaparici¨®n es buena se?al. Quiere decir que el negocio va bien. Despu¨¦s de todo, es l¨®gico que, pasada la primera fase de entrenamiento al por menor, se entre en la etapa mayorista, aunque sea con cautela.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.