Viaje con turbulencias
MERCEDES ABADNo siempre puede uno saber con di¨¢fana claridad lo que desea. Pero ese d¨ªa las cosas eran m¨¢s sencillas de lo habitual. Mis aspiraciones existenciales hab¨ªan quedado reducidas a una sola. Si me hubiera propuesto confeccionar una lista inspirada en los Cuarenta Principales con mis sue?os, afanes y deseos, mi fracaso habr¨ªa sido rotundo, pues los 39 restantes no aparec¨ªan por parte alguna, y la energ¨ªa que de otro modo se habr¨ªa repartido a escote entre 40 deseos se concentraba en un solo objeto. A1 saberse en tan encumbrada posici¨®n, mi deseo, inicialmente sensato y modesto, se hab¨ªa convertido en el m¨¢s absorbente, imperioso y desp¨®tico de los afanes.
Decidida a satisfacerlo cuanto antes, resolv¨ª suspender durante unas horas toda relaci¨®n con la realidad objetiva. Me fui a la estaci¨®n del ferrocarril y compr¨¦ siete benditas horas de aislamiento y soledad en forma de billete de ida y vuelta a Zaragoza.
Tuve suerte; despu¨¦s de recorrer todo el convoy, encontr¨¦ un compartimiento vac¨ªo en el ¨²ltimo vag¨®n. Me arrellan¨¦ en la butaca m¨¢s cercana a la ventanilla y, con una sonrisa de est¨²pida beatitud, saqu¨¦ de mi bolso el objeto de mi deseo, una novela apasionante a la que por fin podr¨ªa dedicarle la atenci¨®n que merec¨ªa sin los impedimentos que una suerte cruel se hab¨ªa empecinado en poner en mi camino durante las dos semanas anteriores con una perfidia sin precedentes. Antes de zambullirme de lleno en la lectura, aspir¨¦ los penetrantes efluvios del papel y la tinta y calcul¨¦ que en el curso de aquel par¨¦ntesis de libertad temerariamente arrancado a mis responsabilidades podr¨ªa leer unas 200 p¨¢ginas, tal vez m¨¢s.
Estaba ya inmersa en el fascinante mundo que el autor hab¨ªa creado (para m¨ª, para m¨ª) cuando un tipo irrumpi¨® en el compartimiento. Exhal¨¦ un grito y pegu¨¦ un brinco en mi asiento. Avergonzada, pas¨¦ casi sin transici¨®n a la clase de risita ofuscada con que uno se r¨ªe cuando acaba de hacer un rid¨ªculo espantoso. Pero el tipo ni siquiera esboz¨® una sonrisa. R¨ªgido y tenso, farfull¨® una disculpa por haberme asustado y se sent¨® frente a m¨ª.
Me dije que la irrupci¨®n de mi compa?ero de viaje era un contratiempo menor; dos pasajeros obstinados en charlar habr¨ªan supuesto una amenaza infinitamente mayor. As¨ª que regres¨¦ a mi libro y retroced¨ª unas cuantas frases con ¨¢nimo de no perder el hilo de la historia. Apenas acababa de concentrarme cuando el tipo empez¨® a agitar un pie. De forma maquinal, mis ojos abandonaron la letra impresa, imantados por aquel pie y su espasm¨®dico y exasperante movimiento. El hombre debi¨® de percibir un destello de desaprobaci¨®n en mi mirada porque el pie dej¨® bruscamente de moverse.
Tres o cuatro l¨ªneas despu¨¦s, mi vecino volvi¨® a las andadas. Cruz¨® y descruz¨® varias veces las piernas desplazando mucho aire al hacerlo. Parec¨ªa estar inc¨®modo no ya en su asiento, sino en el mundo. Luch¨¦ con denuedo para amarrarme mentalmente a la novela, pero el sortilegio se hab¨ªa roto. La voluptuosa cadencia de las frases, que minutos antes me permit¨ªa saborear la textura y el sentido exactos de cada palabra, se hab¨ªa desdibujado para dejar paso a un magma informe y confuso cuyo sentido no alcanzaba a penetrar. Ni que decir tiene que segu¨ª intent¨¢ndolo. Pero empezaba a comprender que el desasosiego de aquel hombre pertenec¨ªa a una especie altamente contagiosa; no s¨®lo no dejaba ni un minuto de agitarse y de rebullir en su asiento, sino que de alg¨²n modo se las ingeniaba para provocar en m¨ª una exagerada conciencia de todos sus movimientos, como si repercutieran en mi propio cuerpo segregrando oleadas de malestar f¨ªsico. Se rascaba, se atusaba el bigote, descruzaba y cruzaba las piernas, regresando as¨ª a su posici¨®n inicial; se frotaba las manos, suspiraba, agitaba ora un pie, ora el otro, tamborileaba en la butaca. A veces, combinaba dos o tres movimientos al mismo tiempo.
Cerr¨¦ el libro con un golpe involuntariamente violento y nuestras miradas, m¨¢s que encontrarse, chocaron. Percib¨ª en sus ojos una expresi¨®n lastimera que hostig¨® mi creciente aversi¨®n por aquel desconocido. Ni siquiera sab¨ªa qui¨¦n era y ya las circunstancias sembraban la discordia entre nosotros.
Contempl¨¦ la posibilidad de cambiar de compartimiento, pero record¨¦ que todos iban llenos. Incluso acarici¨¦ la idea de bajar en la siguiente estaci¨®n y coger cualquier otro tren; a fin de cuentas, me tra¨ªa sin cuidado ir a Zaragoza, a Madrid o a Valencia. Pero de pronto me vi a m¨ª misma saltando de tren en tren, obsesionada por encontrar el compartimiento vac¨ªo y tranquilo que un hado cruel y burl¨®n se complac¨ªa en negarme y la imagen me pareci¨® opresivamente absurda.
Volv¨ª la vista hacia el paisaje que desfilaba a toda velocidad. Era muy feo; apenas si se ve¨ªa otra cosa que horrendas f¨¢bricas sepultadas bajo toneladas de mugre y envueltas en ominosas espirales de negra humareda; sin embargo, me pareci¨® reconfortante. Estaba a punto de sonre¨ªr ante lo est¨²pido de aquella situaci¨®n cuando, de pronto, el tipo se dirigi¨® a m¨ª.
-Me juzga usted, ?verdad? Dispar¨® su acusaci¨®n con voz de insecto. De pronto, me ve¨ªa sentada en el banquillo, juzgada por haber juzgado. Estaba tan anonadada que tard¨¦ en poder articular palabra.
-?C¨®mo dice?
-Digo que me est¨¢ usted juzgando.
Ten¨ªa voz de insecto, y tambi¨¦n los ojos, redondos y saltones, recordaban los de una mosca. Y era tan bajito que los pies no le llegaban al suelo.
-?Que yo lo juzgo? ?Por qu¨¦ iba a juzgarlo?
Mis palabras se me revelaron en su absoluta estupidez no bien las hube pronunciado. Obedec¨ªan, es cierto, a una l¨®gica aplastante. Pero encerraban tambi¨¦n una flagrante impostura. Estaba desconcertada. Me daba cuenta, por otra parte, de que seguirle el juego a aquel hombrecillo era un disparate.
-No me negar¨¢ que le ataco los nervios, que mi simple presencia la incomoda y que no le resulto simp¨¢tico.
-?igame. Ni niego ni af?rmo. Sencillamente, no entiendo lo que pretende usted.
-S¨®lo pretendo -fue su asombrosa respuesta- que sea usted sincera.
Aqu¨¦lla era una de las situaciones m¨¢s enrarecidamente absurdas en las que me hab¨ªa visto involucrada. Me dije que aquel tipo era un insecto que, al caer en una tela de ara?a, se las ingeniaba para apoderarse de la voluntad de su verdugo con el arma infalible del chantaje sentimental. ?l era d¨¦bil y yo fuerte; sin embargo, consegu¨ªa que me tambaleara en la cuerda floja.
-?Y si no quiero ser sincera? Nadie puede obligarme. Pero me equivocaba al pensar que con esto zanjar¨ªa el asunto.
-Tiene raz¨®n -contraatac¨® el tipo-; s¨®lo una ¨ªntima noci¨®n de la decencia, que se tiene o no se tiene, puede impelirlo a uno a ser sincero. Y usted carece de la menor noci¨®n de decencia.
-Muy bien: soy indecente, hip¨®crita, miserable; una aut¨¦ntica piltrafa humana, lo que usted quiera; le doy permiso para aplicarme cuantos improperios le vengan a la cabeza. El problema es que, a diferencia de lo que le pasa a usted, a m¨ª me trae sin cuidado su opini¨®n. Me importa un pito caerle bien o asquerosamente mal. Lo ¨²nico que quiero es acabar con esta discusi¨®n absurda. ?Me entiende?
Sin duda, me hab¨ªa excedido en mi deseo de zaherirlo. Empec¨¦ a sentirme culpable y, al mismo tiempo, me irrit¨® sentirme culpable. -Claro -volvi¨® a embestir, pero cambiando el tono dolido y acusador por otro tranquilo y fr¨ªo, ominoso en su extra?a calma-, el mundo gira en torno a usted. O, mejor dicho: est¨¢ a sus pies, como un felpudo que aguardara con absoluta mansedumbre a que usted lo pisotee cuando le venga en gana. Quer¨ªa usted leer, ahora me doy cuenta. Es usted una persona educada, culta y sensible que s¨®lo pretend¨ªa leer una novelita. Y en ¨¦sas entro yo, un hombre que tiene la particularidad de estar muy agitado. La molesto. No se pregunta lo que puede pasarme. Ni siquiera se le ocurre pensar que tal vez tengo problemas. Sencillamente, la molesto. Soy una grosera pedorreta procedente de la vida real, algo que le impide a usted entregarse a un mundo de ficci¨®n infinitamente m¨¢s elevado y sublime. Y, puesto que no soy m¨¢s que una pedorreta, usted no vacila en mostrarme toda su hostilidad y en tratar de aplastarme con la mirada para hacerme sentir inferior e incorrecto. La felicito: ha conseguido su objetivo. Ha lastimado mi amor propio y ahora llevo conmigo una carga de dolor mayor que la que arrastraba hace un rato. Podr¨ªa fastidiarla con un relato pormenorizado de mis desdichas, pero no se preocupe, se lo ahorrar¨¦. Puede usted volver a su libro.
El tipo se call¨®. Mientras hablaba, hab¨ªa hecho un esfuerzo sobrehumano por construirme una m¨¢scara de c¨ªnica displicencia. Pero mi deseo de aplastarlo era superior a m¨ª. -Sus desdichas, caballero, me importan un r¨¢bano. Podr¨ªa usted morirse aqu¨ª mismo sin que moviera un dedo para ayudarlo.
Sin otra cosa que a?adir, nos miramos fija e intensamente durante largo rato. Hac¨ªa apenas media hora ¨¦ramos dos perfectos desconocidos cuyas trayectorias vitales no se hab¨ªan cruzado. Pero ahora nos odi¨¢bamos como s¨®lo pueden odiarse dos seres humanos.
El ¨²ltimo libro publicado de
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