El Estado de Siglas
Desde hace a?os es un lugar com¨²n que la democracia de masas, propia de nuestro tiempo, est¨¢ ineluctablemente abocada al Estado de Partidos. Aqu¨¦l en que cada una de estas organizaciones pol¨ªticas detenta exclusiva y excluyentemente una fracci¨®n de la soberan¨ªa; es su concurso el que articula la voluntad general; y s¨®lo ellas protagonizan la vida pol¨ªtica, de manera que ¨²nicamente a su trav¨¦s es posible la participaci¨®n, incluso la meramente electoral, en la cosa p¨²blica.De hecho, los partidos pol¨ªticos, pese a que el art¨ªculo 6 de la Constituci¨®n exige su car¨¢cter democr¨¢tico, se han configurado como espacios inmunes en su interior al propio orden constitucional. La ley de bronce que en su d¨ªa se?alara Mitchell, convertida en ley de hierro por su fortaleza y de hojalata por su calidad, llev¨® a excluir de su seno los procedimientos democr¨¢ticos y la libertad de opini¨®n, expresi¨®n y asociaci¨®n en pro del poder de liderazgos, en el mejor de los casos carism¨¢ticos, y burocr¨¢ticos despu¨¦s. Pero lo peor no es eso, sino que la opini¨®n, debidamente deformada, condena como insolidaridad cainita cualquier divergencia en el seno de los partidos, sin distinguir lo que son leg¨ªtimas e incluso convenientes discrepancias ideol¨®gicas, program¨¢ticas o estrat¨¦gicas de las meras rivalidades personales por una posici¨®n de poder que, en m¨¢s de una ocasi¨®n, es el ¨²nico puesto de trabajo al que se puede aspirar. La disciplina del PCUS estaliniano se convierte as¨ª en la ¨²nica alternativa a la olla de grillos.
Pero ahora salen a luz los amargos frutos de esta reducci¨®n de la democracia a una partitocracia burocratizada: el Estado de Partidos puede convertirse en Estado de Siglas. Los ¨¦xitos del GIL, siglas que traslucen un apellido familiar y en las que se confunden todo tipo de patrimonios, pol¨ªtico, deportivo, inmobiliario y empresarial, muestran que en nuestro actual sistema basta presentar unas siglas al electorado para transformarse en lo que debiera ser cauce de participaci¨®n democr¨¢tica, con las ventajas pol¨ªticas y econ¨®micas que ello supone.
Pero la reciente candidatura de don Mario Conde por el CDS revela que no es necesario utilizar ni siquiera el propio nombre, sino que basta controlar, de una manera u otra, unas siglas partidistas. De esta manera, incluso un s¨ªmbolo respetable de la democracia puede convertirse en tapadera de empresas que nada tienen que ver a lo que en sus inicios supuso el CDS y, menos a¨²n, con los valores a cuya instauraci¨®n tan decisivamente contribuy¨® el Sr. Su¨¢rez. El lucro de los detentadores de las siglas y la defraudaci¨®n del electorado vendr¨¢ despu¨¦s.
Pretender remediar este tipo de situaciones mediante f¨®rmulas tan pintorescas como cercenar las competencias auton¨®micas recientemente atribuidas a Ceuta y Melilla es un dislate que no lleva a parte alguna. Lo que es preciso es garantizar que los partidos pol¨ªticos son algo m¨¢s que unas siglas a la plena disposici¨®n de su directiva, cuando no de su caudillo y del s¨¦quito debidamente amaestrado que pueda aclamarle. Si los partidos no fueran ciudadelas del autoritarismo, si hubiera mecanismos para garantizar su democracia interna y para controlar la fidelidad a sus compromisos ideol¨®gicos y program¨¢ticos, lo que deben ser piezas fundamentales de la participaci¨®n democr¨¢tica no quedar¨ªan a disposici¨®n de empresas, cuando menos, estrictamente personales. Pero es claro que, tras repetir infinidad de veces que el partido debe estar disciplinadamente sumiso a su direcci¨®n y que cualquier veleidad de discrepancia es traici¨®n; cuando, adem¨¢s, se ha reiterado que lo ¨²nico que legitima la acci¨®n pol¨ªtica es el mero ¨¦xito consistente en la consecuci¨®n y conservaci¨®n de cotas de poder, se est¨¢n poniendo las bases para que cualquier aventurero que quiera ese poder utilice en su provecho la organizaci¨®n partidista. Y del Estado de Siglas se pase a las siglas contra el Estado.
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