En el espejo del tiempo
El Teatro Real de Madrid le ha hecho un pasillo de honor al Liceo de Barcelona en estas v¨ªsperas solemnes de su reinauguraci¨®n. El coliseo de la Plaza de Oriente ha renunciado a inaugurar su tercera temporada con una nueva producci¨®n de cierto empaque y ha recuperado la ¨²ltima producci¨®n propia del Liceo antes del incendio de 1994. Inaugurar una temporada con Orfeo de Monteverdi, en un teatro como el Real, tiene en cualquier caso mucho m¨¦rito. El Real ha visto compensado su riesgo con un ¨¦xito rotundo y, de paso, le ha servido en bandeja un ¨¦xito al Liceo. Que el Liceo y el Real hayan tenido el primer intercambio de esta nueva etapa con un autor como Monteverdi es altamente esperanzador. Monteverdi es para muchos el m¨¢s antiguo y el m¨¢s moderno de todos los compositores de ¨®pera.Hay que decirlo al menos una vez m¨¢s: Orfeo es una obra maestra absoluta de la historia de la ¨®pera. En ella se fusionan ejemplarmente la poes¨ªa y la m¨²sica, se establece una s¨ªntesis del esp¨ªritu del Renacimiento para culminar en el primer Barroco y se recrea la pureza de una l¨ªnea expresiva al servicio de la palabra. Jordi Savall lo enfoca desde la serenidad. Su neutralidad es exquisita. Dirige a la orquesta de ¨¦poca Le Concert des Nations con un tono contemplativo, sin acentuar ni enfatizar m¨¢s de lo necesario mientras los sentimientos se van sucediendo desde la escena.
Orfeo, de Claudio Monteverdi
Le Concert des Nations. Coro: La Capella Reial de Catalunya. Director musical: Jordi Savall. Director de escena: Gilbert Deflo. Escen¨®grafo y figurinista: William Orlandi. Con Pietro Spagnoli, Rosa Dom¨ªnguez, Montserrat Figueras, Sara Mingardo, Maite Arruabarrena, Daniele Carnovic, Gloria Vanditelli, Alessandro Guerzoni, Mauro Utzeri, Gerd T¨¹rk, Carlos Mena, Francesc Garrigosa y Jos¨¦ Antonio Carril. Producci¨®n del Gran Teatro del Liceo de Barcelona, 1993. Teatro Real, 2 de octubre (inauguraci¨®n de la temporada).
Es la suya una versi¨®n musicol¨®gica, rigurosa, sin concesiones. La orquesta y ¨¦l mismo est¨¢n vestidos de ¨¦poca, tratando de reproducir una ilusi¨®n de realidad. Un tel¨®n-espejo devuelve a los espectadores su imagen y los mete dentro de la acci¨®n. Es una met¨¢fora del tiempo. Monteverdi es nuestro contempor¨¢neo. Persigue Savall la fidelidad historicista en lo esencial. Se adorna, claro, en algunos pasajes, pero los afectos los hace llegar exigiendo una l¨ªnea de canto natural y unos acompa?amientos instrumentales sobrios y efectivos. Los cantantes necesitan una concentraci¨®n y una emotividad nada f¨¢ciles de conseguir. Las tuvo, por ejemplo, Sara Mingardo como La Mensajera. El dolor se mascaba gracias a una actuaci¨®n interiorizada, profunda y llena de desgarro. No lleg¨® a alcanzar este estado de expresividad, por ejemplo, Pietro Spagnoli como Orfeo, sobre todo en el ¨²ltimo acto, en que el artificio oscurec¨ªa la pureza estil¨ªstica. El reparto vocal fue correcto. El coro, extraordinario. Pon¨ªa la carne de gallina cuando cantaban lo ef¨ªmero de los placeres terrenales. El sentimiento, una vez m¨¢s.
Savall sabe que tiene entre sus manos una m¨²sica de hermosura infinita y no necesita hacer didactismos. Aparece La Mensajera, o aparece Caronte, y no subraya ni lo m¨¢s m¨ªnimo el momento dram¨¢tico. Tal vez al final del segundo acto, o en la danza morisca final, fuerza un poquito la vena expresiva. Es cuesti¨®n de enfoque. Su visi¨®n se dirige a la sensibilidad. Es reflexiva. No es excesivamente contrastada, pero s¨ª rezuma una belleza est¨¢tica y sutil.
La puesta en escena de Gilbert de Flo est¨¢ en sinton¨ªa con los planteamientos musicales de Savall. Es tradicional y naturalista, evocadora, bien contrastada en el color y matizada por la iluminaci¨®n. Recrea el ambiente del primer Barroco tal como lo imaginamos hoy. Las nubes, las rocas, la cueva, el fuego. Encanta por su ingenuidad. Es fiel al libreto de Alessandro Striggio, inspirado en el libro IV de Las Ge¨®rgicas, de Virgilio y en los libros X y XI de Las Metamorfosis de Ovidio. Adopta el final feliz de la ascensi¨®n al cielo de Orfeo con su padre Apolo, y no el original pesimista de la leyenda, y tal vez de las primeras representaciones, con Orfeo despedazado por las m¨¦nades. La coreograf¨ªa de Ana Casas es alegre, medida. No cae en manierismos pastoriles, ni en esos toques algo cursis con que a veces se acompa?an las danzas de la m¨²sica antigua. Brillan especialmente del equipo esc¨¦nico, los decorados de William Orlandi por su capacidad de sugerencia, de fabulaci¨®n, de infancia recuperada. El juego intelectual se complementa con la met¨¢fora de los espejos. La ilusi¨®n de la ¨®pera se hace totalmente palpable.
Hay quien apuntaba hace unos a?os que con Orfeo de Monteverdi se deb¨ªa de haber inaugurado el Teatro Real, como s¨ªmbolo de que con este t¨ªtulo empez¨® todo y como mirada a las ra¨ªces de una forma de canto pura y expresiva en funci¨®n de la palabra. Con la programaci¨®n de Orfeo al comienzo de temporada y con el estreno mundial de un t¨ªtulo de Crist¨®bal Halffter, el Real abre un arco que contempla toda la historia de la ¨®pera. Esta ampliaci¨®n del repertorio es una gran noticia para los aficionados madrile?os.
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