El Madrid de los bisabuelos
Los ciudadanos madrile?os casi centenarios recuerdan la capital de su infancia, con pocos coches y ba?os en el Manzanares
De chicos se ba?aban en el Manzanares o cruzaban la calle sin mirar. Ya mayorcitos, contemplaron el cine mudo y escucharon con sorpresa la radio de galena. Muchos a?os y varias guerras despu¨¦s se asombraron ante la televisi¨®n. Ahora observan el calendario de reojo, sin querer ilusionarse demasiado ante el cambio de milenio: alguno a¨²n recuerda vagamente el comienzo del siglo XX. Son los madrile?os m¨¢s veteranos, bordean los 100 a?os o los han sobrepasado. En su memoria de la infancia habita una ciudad con lavanderas, modistillas, hombres de pantal¨®n remendado y abundante pobreza: el Madrid anterior a 1925. "Ahora se vive mejor", coinciden. Y saben m¨¢s de c¨¦ntimos que de euros."La vida estaba muy achuchada cuando yo era peque?a", relata Mar¨ªa Guerra, madrile?a que naci¨® en 1902, "el a?o en que quitaron el ¨²ltimo tranv¨ªa de mulas". Por aquel entonces, la poblaci¨®n de la capital superaba ligeramente el medio mill¨®n de habitantes. El centro estaba rodeado por un cintur¨®n de casas bajas, a menudo sin luz ni agua.
Arturo Soria en su ciudad
Do?a Mar¨ªa recuerda una infancia de estrecheces. "Mi padre era muy putero y s¨®lo le daba 2,50 pesetas a mi madre para que comi¨¦ramos los cuatro hijos. Al principio viv¨ªamos en el barrio de Tetu¨¢n, que no ten¨ªa metro todav¨ªa. All¨ª hab¨ªa muchos traperos que sal¨ªan a la busca con un carro por la calle de Bravo Murillo. Luego nos fuimos a la Ciudad Lineal porque mi padre trabajaba en el tranv¨ªa de esa l¨ªnea. Por las tardes, yo ve¨ªa pasear por all¨ª a don Arturo Soria , que era un se?or muy agradable. La zona ya no se parece en nada. Antes viv¨ªan all¨ª muchos obreros", relata la mujer. De ni?a, all¨¢ por 1909, Mar¨ªa ten¨ªa que caminar por descampados hasta llegar a su colegio, en Manuel Becerra. Dur¨® poco en las aulas. A los 14 a?os ya trabajaba de pulidora en la f¨¢brica Meneses, en Canillejas, un pueblo donde se improvisaba una plaza de toros con un mont¨®n de carros. "All¨ª hab¨ªa muchas vides y alguna vez iba a vendimiar", se?ala.Esta cocinera republicana, que ha conocido "tres guerras grandes y algunas peque?as", recuerda con fervor las celebraciones del Primero de Mayo en la Casa de Campo. Y habla bien del rey Alfonso XIII, con quien se cruz¨® varias veces por la calle. "Era muy pueblero y le gustaba trasnochar", apunta.
En cambio, Agustina Oliver, mon¨¢rquica y madrile?a de 1904, conoci¨® sobre todo a su mujer, la reina Victoria Eugenia, que "no era tan tiesa como dec¨ªan". En los a?os veinte le probaba los vestidos en la casa de modas Crippa, instalada en uno de los primeros edificios de la Gran V¨ªa, una calle que entonces s¨®lo exist¨ªa entre Alcal¨¢ y Callao. "La gente preguntaba por qu¨¦ se iba a hacer torcida la avenida hacia la plaza de Espa?a", recuerda. Agustina, que presenci¨® la construcci¨®n del hotel Palace sobre el solar del lujoso palacio de los duques de Medinaceli, se inici¨® en la costura antes de cumplir los 10 a?os. "En el taller me dieron un trapito. Ten¨ªa que recoger los alfileres del suelo y limpiarlos. Ganaba medio real al d¨ªa y una barra de pan costaba cinco c¨¦ntimos", relata. Por aquel entonces presenci¨® en el paseo del Prado el cortejo f¨²nebre de Jos¨¦ Canalejas, asesinado en 1912. A poca distancia de aquel escenario, en la glorieta de Atocha, hab¨ªa un circo y un baile, recuerda Agustina.
Poco despu¨¦s de aquello, la chica logr¨® que su madre le comprara un mant¨®n negro que, junto al pa?uelo en la cabeza, completaba el atuendo tradicional de las modistillas. Para entonces ya era una experta en cors¨¦s de ballenas, cuyos corchetes casaban "con dificultad". Amante del teatro, do?a Agustina recuerda las actuaciones de Margarita Xirg¨² y el incendio de la sala Novedades, que cost¨® 64 vidas en el a?o 1928.
Enriqueta Garc¨ªa se libr¨® de aquella cat¨¢strofe gracias al ¨¦xito de la fat¨ªdica funci¨®n: "Yo era una asidua del Novedades, pero aquel d¨ªa no quedaban localidades, que costaban 10 c¨¦ntimos. Por eso, me fui al teatro de Latina, que quedaba muy cerca", relata esta mujer nacida "entre dos bailes" en 1907. "Mi casa, en el barrio de la Bombilla, ten¨ªa un recinto de baile a cada lado. Entre eso y los merenderos cercanos al Manzanares, era un barrio muy simp¨¢tico, mucho mejor que ahora. Nos conoc¨ªamos todos y en la calle no hab¨ªa ning¨²n peligro", recuerda.
Cocido a diario
La Navidad era una ¨¦poca "especialmente alegre" y que permit¨ªa un cambio de dieta, seg¨²n las explicaciones de Enriqueta. "?bamos a comprar un pollo o un pavo a la plaza de la Cebada. Se vend¨ªan vivos y hab¨ªa que dejarlos en el retrete hasta que llegaba la fecha. El resto del a?o com¨ªamos arroz los domingos y cocido los dem¨¢s d¨ªas. Se hac¨ªa con 30 c¨¦ntimos de carne, 15 de tocino, un hueso y los garbanzos de rigor".Quiz¨¢ por su cuna, Enriqueta cultiv¨® una tremenda afici¨®n al baile y a las verbenas. "En San Isidro iba siempre a la pradera. Hab¨ªa muchos organillos y se bailaba chotis. All¨ª se compraba un botijo. Se llenaba con agua milagrosa del pozo del santo y luego se llevaba a casa".
Para redondear la fidelidad a los or¨ªgenes, esta mujer, cristianada en la ermita de San Antonio de la Florida, se hizo modistilla. Y cada mes de junio acud¨ªa a pedir novio en la pila repleta de alfileres. Hasta que lo encontr¨®. Ya viuda y con 92 a?os cumplidos, Enriqueta recuerda que los clavillos de cabeza gruesa eran un juguete frecuente para las ni?as de su ¨¦poca. "Cada una cog¨ªa un alfiler de los que llam¨¢bamos bonis, y ten¨ªa que montarlo sobre el de la otra", explica mientras hace la demostraci¨®n.
Am¨¦n de con los alfileres, Gloria Soria logr¨® jugar con una pepona, la mu?eca de la ¨¦poca. Pero la ilusi¨®n se agu¨® pronto. "Se me ocurri¨® ba?arla y, como era de cart¨®n, se estrope¨®", dice a¨²n decepcionada a los 90 a?os. Esta mujer naci¨® en La Guindalera, un barrio "modesto y unido". "Cuando celebr¨¢bamos la verbena siempre aparec¨ªa La Chata . A las ni?as nos compraba mantones, y a los chicos, espadas de cart¨®n. Adem¨¢s, nos convidaba a horchata y bailaba con cualquiera. Tambi¨¦n le gustaba ir a la plaza de toros, que estaba donde el Palacio de los Deportes de ahora", detalla Gloria. Tambi¨¦n ella habla en c¨¦ntimos: quince costaba cada semana su colegio de monjas, donde el mayor castigo era poner a la alumna indisciplinada un viejo tricornio de guardia civil. "Entonces dec¨ªamos: "Por holgazana te han puesto el gorro, que Dios me libre de ese mochorro". La urbanidad era una de las asignaturas.
Esa misma materia dedicada a los buenos modales estudi¨® Isabel Rodr¨ªguez, nacida en 1905 en Lavapi¨¦s. Con pocos a?os fue a vivir cerca de la Gran V¨ªa, una calle en obras y llena de zanjas. Do?a Isabel recuerda que all¨ª los madrile?os observaban estupefactos el nacimiento del primer rascacielos de Madrid, el de la Telef¨®nica. "En Madrid hab¨ªa muchos caf¨¦s, pero las mujeres no entr¨¢bamos solas, porque estaba mal visto", a?ade. Algunas eran aguadoras. Botijo en ristre, voceaban la mercanc¨ªa. "?Agua fresquita!", remeda la se?ora Rodr¨ªguez. "Entonces hab¨ªa muchos oficios, y en todos hab¨ªa aprendices", a?ade.
Uno de ellos fue Emilio Rodr¨ªguez Gonz¨¢lez, chico en una pasteler¨ªa. Este madrile?o, nacido en Las Vistillas en 1902, prefiri¨® siempre la calle al pupitre. En lugar de ir al maestro particular del paseo de San Vicente, deambulaba por la calle de Bail¨¦n. En el palacio de Oriente, cuyo inquilino era Alfonso XIII, el chiquillo contemplaba la vistosa parada de la guardia real, que congregaba a un buen gent¨ªo sobre las once de la ma?ana. Madrid era entonces "una ciudad con mucha miseria y poqu¨ªsimos coches", recuerda a los 97 a?os. Guarda una noci¨®n vaga de las lavanderas del r¨ªo Manzanares, donde ¨¦l se daba buenos chapuzones entre los puentes del Rey y de Segovia. No era una cosa extra?a: "Iba mucha gente a ba?arse a esa zona por donde ahora va la M-30".
Cine a 20 c¨¦ntimos
Don Emilio (tip¨®grafo en La Habana antes que comerciante en el Rastro) tiene viva en la memoria la primera vez que fue al cine. No hab¨ªa cumplido 12 a?os cuando presenci¨® en la pantalla un espect¨¢culo que le pareci¨® "fastuoso". "Fuimos a una sala que hab¨ªa en la plaza de Espa?a. Pon¨ªan El Titanic: el agua inundaba un camarote e iba cubriendo los muebles. La entrada costaba 20 c¨¦ntimos, cuatro veces m¨¢s que en el cine de la calle de La Flor, que ten¨ªa bancos de madera. Un pianista y un violinista amenizaban la funci¨®n". Eran los tiempos del cine mudo.
Las pellas escolares del chico terminaron con un buen tir¨®n de orejas propinado por su madre, planchadora de servilletas en el caf¨¦ Colonial (ubicado en una Puerta del Sol que los viandantes compart¨ªan con los tranv¨ªas). "Poco despu¨¦s, mis padres me pusieron a trabajar en una pasteler¨ªa. Por la ma?ana, repart¨ªa los bollos. Los llevaba en una bandeja sobre la cabeza, y siempre me robaban alguno por la calle, pero el due?o no me rega?aba. Ganaba una peseta diaria", relata don Emilio.
Aquel empleo infantil dur¨® poco. A los 12 a?os, en los albores de la I Guerra Mundial, la familia Rodr¨ªguez emigr¨® a Cuba. "En La Habana se viv¨ªa entonces mucho mejor que en Espa?a. Era todo mucho m¨¢s avanzado. Se com¨ªan dos platos y postre, cuando en Madrid sol¨ªa haber uno y gracias. Me sorprendi¨® que nadie llevara la ropa remendada. Yo incluso estudiaba viol¨ªn y llegu¨¦ a escuchar a Carusso y a Fleta", compara don Emilio.
En el a?o 23, el ya tip¨®grafo Rodr¨ªguez Gonz¨¢lez sinti¨® "la llamada de la tierra" y regres¨® a Madrid, donde la monarqu¨ªa se apoyaba en el dictador Primo de Rivera. Volvi¨® a tiempo de cumplir el servicio militar en un cuartel del paseo de Mar¨ªa Cristina. "Dorm¨ªamos sobre tablas y com¨ªamos un rancho p¨¦simo", relata. Por aquel entonces, la radio estaba en mantillas y se escuchaba con aparatos de galena. "Eran unos auriculares con un cable que se conectaba a una piedra de galena que sol¨ªa meterse en una caja de puros". Justina de las Monjas tambi¨¦n se acuerda de aquel ingenio que populariz¨® la radiofon¨ªa. Esta mujer, nacida en la provincia de ?vila en 1909, vino de chica a servir en la capital. En la pensi¨®n de pro donde trabajaba se aficion¨® a la lectura, que alternaba con la siempre dura tarea de fregar los suelos. "De rodillas y con el asper¨®n Soria, que era una especie de jab¨®n arenoso", puntualiza. Ella, como otras entrevistadas, recuerda la costumbre de tender la ropa en el campo y remojarla de vez en cuando para que ganara en higiene y blancura. En el primer cuarto de siglo no hab¨ªa lavadoras, pero Madrid ten¨ªa m¨¢s campo que urbe.
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