La partida
Si un "juez constituido" recurre a una "desvergonzada distorsi¨®n de la ley" y a una "manifiesta perversi¨®n de la justicia" para amparar con sus decisiones la violencia y los agravios llevados a cabo por una "partida de hombres" contra un ciudadano inocente "es dif¨ªcil imaginar all¨ª otra cosa que no sea un estado de guerra". As¨ª se expresaba John Locke hace tres siglos en el par¨¢grafo 20 del Segundo tratado sobre el Gobierno civil, una de las columnas fundamentales de la visi¨®n moderna del imperio de la ley y del gobierno por consentimiento. "Aunque se haga por manos encargadas de administrar justicia, siempre que se usa de violencia y se hace da?o sigue siendo violencia y da?o, por coloreada que est¨¦ con el Nombre, las Apariencias o las Formas de la Ley". A la sensibilidad de Locke no se le escapa la gravedad de una situaci¨®n como ¨¦sta para las posibilidades mismas de la convivencia civil. El corolario que obtiene de ella es justamente c¨¦lebre: "El fin de la ley es proteger y desagraviar al inocente con una aplicaci¨®n no tendenciosa de ella a todos aquellos que est¨¢n bajo ella, y siempre que esto no se realiza de buena fe se hace la guerra a quienes lo sufren, y ¨¦stos, no teniendo a nadie a quien apelar aqu¨ª en la tierra para que se les haga justicia, se abandonan al ¨²nico remedio para tales casos, una apelaci¨®n a los cielos".En sociedades con cierto grado de madurez jur¨ªdica, el tejido de ¨®rganos jurisdiccionales y el sistema de recursos es tal que hace casi imposible que un ciudadano se encuentre en semejante situaci¨®n. As¨ª sucede, por fortuna, en Espa?a; pero importa volver a recordar aquellas palabras de Locke, porque hace pocos d¨ªas, en un testimonio del juicio por prevaricaci¨®n seguido contra un magistrado ante el Tribunal Supremo, se ha dicho que algunos funcionarios investidos de autoridad jurisdiccional han podido pensar en llevar a cabo con la toga puesta algo que denominaban una "revoluci¨®n judicial". Una vez emitido el fallo, y sin el riesgo, por tanto, de perturbar las deliberaciones de la sala, me siento obligado a salir al paso de semejante patra?a conceptual, porque de lo contrario corremos el riesgo de que la opini¨®n no calibre en su justa medida la gravedad profunda que pudieran haber revestido estos hechos u otros semejantes que puedan eventualmente producirse en el futuro.
No existen revoluciones jur¨ªdicas, y menos, naturalmente, si pretenden ser acometidas por jueces en activo. Una revoluci¨®n judicial es una contradicci¨®n en los t¨¦rminos. Si un juez se concierta con otros agentes p¨²blicos o privados para levantar en el aire una inculpaci¨®n ficticia contra un inocente a base de distorsionar el sentido de los textos legales no pone en marcha ninguna revoluci¨®n, y mucho menos una revoluci¨®n judicial; lo que hace simplemente es crear una partida para tareas de atropello o destrucci¨®n haciendo uso de armas de car¨¢cter paralegal. He dicho bien: paralegal. Porque, pese a los nombres, formas y apariencias, al dar el salto hacia la violencia y el da?o impuls¨¢ndose en la distorsi¨®n deliberada del derecho, se ha situado autom¨¢ticamente al margen de las coordenadas legales. El mismo Locke afirmaba que en el estado que ¨¦l llamaba de "guerra" no puede hablarse de la existencia de ley alguna. Lo ¨²nico que all¨ª cabe encontrar es una suerte de salvaje "derecho a destruir" a todo aquel que nos amenace con su presencia o sus acciones. Muchos de los que se sienten tentados a urdir semejantes partidas han fabulado en su mente la idea de que algo o alguien es una amenaza potencial que es de justicia suprimir. Eso es lo que los determina a abandonar el territorio de la ley. S¨®lo desde fuera de ¨¦l pueden apelar sin l¨ªmite, y cualesquiera que sean las formas y rituales con que se adornen, al terrible "derecho a destruir". Se figuran que la elevaci¨®n de los principios a los que se han encaramado autoriza una suerte de interrupci¨®n del funcionamiento com¨²n del sistema jur¨ªdico. El objetivo "superior" que estas mentes alucinadas dicen estar persiguiendo ha dejado su vigencia en suspenso. La partida no puede estar sometida a las leyes.
Si esto resulta familiar es porque no constituye sino una muestra parcial de la l¨®gica interna del golpismo. La partida no es m¨¢s que un golpe en miniatura. Por eso suele estar integrada tambi¨¦n por ese g¨¦nero de sujetos que han hecho de sus roles sociales un recurso para nadar en las aguas turbias de la paralegalidad: los periodistas mendaces y mercenarios, los abogados marrulleros, los aventureros de las finanzas. Y por eso son a veces coreados y envalentonados por algunos segmentos irresponsables de la clase pol¨ªtica que s¨®lo aciertan a ver en los mecanismos legales un freno para su acceso al poder. Pero luego viene la realidad, no las palabras ni las conspiraciones de sal¨®n, sino el atropello individual o, en el peor de los casos, el golpe y sus desastrosas consecuencias. Cuando la historia pasa y se topa uno con los escu¨¢lidos pensamientos y las rid¨ªculas ideas que han nutrido los cerebros de muchos prevaricadores y golpistas se asombra uno de la ramploner¨ªa y el simplismo que los adornan. Son gentes, en efecto, con la mente cautiva de alg¨²n prejuicio desatinado o de alg¨²n ideal infantil. Mente captus, mentecatos. Pero en alg¨²n momento una sociedad que parec¨ªa madura cometi¨® el error de confiar a esos mentecatos un poder de hecho o de derecho que les consinti¨® situarse justamente donde pretend¨ªan, es decir, m¨¢s all¨¢ de la legalidad. Y entonces se produjo la tragedia. La tragedia de un ciudadano inocente, o la tragedia de todo un pueblo bajo el derecho a destruir.
Lo que John Locke llamaba "una apelaci¨®n a los cielos" es pura y simplemente el derecho de resistencia al tirano. Hay muchas veces que sin saber muy bien por qu¨¦ nos sentimos inc¨®modos y avergonzados por mantener respecto a determinadas actividades judiciales, o p¨²blicas en general, una terca reticencia. Los jueces pose¨ªdos por la facundia o el estrellato, los reputados de indomables o aquellos que se lanzan a grandes aventuras justicieras suscitan en nuestro interior silenciosas sospechas. Sabemos que en el curso de su espectacular actividad pueden, en efecto, encontrarse o tropezar con alguna verdad, incluso con alguna gran verdad. Por eso es inc¨®modo y a veces impopular negarse a aceptarlos. Pero tambi¨¦n intuimos que tras esa pureza y esa verdad que esgrimen, sea grande o peque?a, puede habitar una suerte de trampa. Ese recelo exigente que sentimos no es sino la premonici¨®n intuitiva de que all¨ª debajo alienta, quiz¨¢s sin saberlo, un mecanismo perverso que puede acabar por transformarlo todo en una turbia partida de caza. Estos d¨ªas he cre¨ªdo descubrir en el texto de Locke cu¨¢l es la esencia de esa reserva tozuda hacia esas maneras nuevas de producirse en la vida judicial: se trata s¨®lo de una forma primitiva y poco elaborada de resistencia ante el tirano. Porque sabemos ya demasiado bien que en las afueras de la ley o en su interpretaci¨®n sesgada amenaza siempre el d¨¦spota. La ley es la ant¨ªtesis de la incursi¨®n justiciera y del golpe de mano. Por eso no hay revoluci¨®n judicial que valga. La ¨²nica dignidad que le cabe al juez es la de aplicar la ley. Todo lo dem¨¢s son oscuras partidas.
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