LA CR?NICA Echenoz en Barcelona SERGI P?MIES
Jean Echenoz tiene un f¨ªsico ideal para llevar gabardina y fumar. Tambi¨¦n le gusta sonre¨ªr con melanc¨®lica iron¨ªa y mirar a las mujeres, sobre todo a las rubias. Por eso me alegra saber que acaba de ganar, por goleada, el Premio Goncourt de este a?o con la novela Je m"en vais. Eso le dar¨¢ la oportunidad de sacar a pasear su gabardina y salir escopeteado de casa para atender los miles de compromisos que, a partir de ahora, tendr¨¢ que torear con una mezcla de fastidio y de euforia. Y s¨¦ que fumar¨¢ mucho y que si, por suerte para ¨¦l -y qui¨¦n sabe si tambi¨¦n para ella-, le entrevista una periodista rubia, ¨¦l sonreir¨¢ con melanc¨®lica iron¨ªa, porque s¨®lo se vive una vez y porque nunca se sabe.En enero de 1990 Echenoz estuvo en Barcelona por primera vez para presentar, en el Instituto Franc¨¦s, su novela Cherokee (Editorial Anagrama). Atendi¨® a los periodistas, expuso sus opiniones sobre su particular estilo ("me gustar¨ªa trasponer en un texto la profunda emoci¨®n que experimento ante la arquitectura. Es algo tan fuerte emocionalmente como la m¨²sica; tan ¨ªntimo, f¨ªsico, misterioso e imponente") y particip¨®, con resignada timidez, en el breve coloquio posterior. Luego cen¨® en un restaurante de la calle de Casanova y, m¨¢s tarde, comparti¨® charla y vaso largo con Enrique Vila-Matas en un bar llamado El Aviador, con multitud de maquetas de Spitfires, Hurricanes y Messerchmitts colgadas del techo.
Hace muchos a?o que aquel bar dej¨® de existir, pero cada vez que Anagrama reincide en la viciosa costumbre de publicar sus novelas, Echenoz regresa disciplinadamente a Barcelona, asiste a la presentaci¨®n en el Instituto Franc¨¦s, comprueba que el director del centro es todav¨ªa m¨¢s entusiasta que el anterior, mira de reojo a ver si hay alguna mujer rubia entre los asistentes, constata que Enrique Vila-Matas sigue ah¨ª, inasequible al desaliento, comenta un viaje a Jap¨®n con terremoto incluido y entonces sonr¨ªe y dice que Laos es muy bonito. O cosas m¨¢s profundas, como por ejemplo: "Existe una l¨®gica de la forma novelesca que no tiene nada que ver con la l¨®gica del relato". O: "Cuando creo que domino una determinada t¨¦cnica narrativa, pienso que ha llegado el momento de abandonarla".
Jean Echenoz tiene un car¨¢cter ideal para ser novelista. Es discreto, sabe observar, pasa desapercibido y es capaz de detectar el humor all¨ª donde otros s¨®lo ven cruda realidad. Literariamente, es un prodigio de precisi¨®n y, con una facilidad que s¨®lo puede alcanzarse con muchas horas de trabajo, es capaz de combinar registros de novela negra con ambientaciones de relato de aventuras y t¨®picos de pel¨ªcula de espionaje para contar historias de amor en las que, por suerte para todos, nadie se toma el amor demasiado en serio.
En las novelas de Echenoz tambi¨¦n suele llover. Y muchos de sus personajes, incluso los femeninos, llevan gabardinas y gafas de sol, no se sabe si para que no los reconozcan o si para esconder un ojo morado. En su ¨²ltimo libro, por el que acaba de ganar su primer Premio Goncourt, un tipo con apellido catal¨¢n (Ferrer) decide irse de casa. Y, entre muchas otras cosas que le ocurren a ¨¦l y a sus vecinos, acaba buscando un tesoro en el ?rtico y siendo perseguido por un sabueso errante que pasea su inquietante sombra por San Juan de Luz y que, en un momento dado, oye como alguien dice, en imperfecto castellano: "Me parece, t¨ªo, que hemos dado tiempo al tiempo".
Jean Echenoz tiene el f¨ªsico y el car¨¢cter ideales para darle tiempo al tiempo. Sin prisas, ha construido un universo literario compacto y, casi sin darse cuenta, ha alcanzado el sue?o de su infancia. "Me habr¨ªa gustado construir puentes", dec¨ªa. De alg¨²n modo, lo ha conseguido. Son puentes literarios desde los cuales uno ve pasar po¨¦ticas o dram¨¢ticas embarcaciones, cad¨¢veres o mu?ecas abandonadas, aguas fangosas o cristalinas sobre las que, de vez en cuando, cae la colilla de un en¨¦simo cigarrillo. Puentes desde los cuales apetece saludar a los marineros, subirse el cuello de la gabardina para resguardarse del viento, encender otro pitillo y desear que esa mujer que, con paso firme, se acerca -como si huyera de un marido col¨¦rico y con halitosis- sea rubia. Y, puestos a elegir, peligrosa.
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