El gesto
All¨ª estaba, indolente y echado; a la entrada de su casa hab¨ªa unas maletas enormes, depositadas en el suelo como si ya nunca m¨¢s fueran a viajar. ?l te recib¨ªa desde el fondo de la casa; la puerta estaba entreabierta y al entrar ve¨ªas la cocina, atestada de cacharros que parec¨ªan compartir la biograf¨ªa de un hombre cansado, y despu¨¦s ven¨ªa el min¨²sculo cuarto de ba?o y, al fin, el sal¨®n oscurecido y grande en el que cantaba un p¨¢jaro. All¨ª hab¨ªa cojines por todas partes, todos ellos oscuros y c¨®modos, sobre los que se sentaban las visitas para verle en silencio.?l era el silencio; le cansaba hablar de su biograf¨ªa, pues al fin y al cabo de lo primero que se cans¨® fue de ser norteamericano; tampoco ten¨ªan importancia para ¨¦l los libros, ni siquiera los que ¨¦l mismo escribi¨®, y es falso que se enfureciera porque El cielo protector no fuera en cine como en literatura: no le importaba nada. Ten¨ªa los ojos azules y g¨¦lidos, pero te acariciaba la mano como si se estuviera despidiendo un ni?o antes del desamparo.
Cuando su salud flaqueaba y ¨¦l adivinaba el porvenir fatal de cualquier vida se enfundaba en su abrigo de felpa y se situaba al fondo de la casa, junto a una ventana min¨²scula por la que se ve¨ªan los montes airosos de T¨¢nger que le trajeron aqu¨ª. Entonces se reclinaba otra vez, y en esta ocasi¨®n, en una cama espartana, desde la que a veces le obligaban a ver los partidos del Bar?a. El cuarto, como la casa entera, estaba lleno de m¨²sica; eso es lo que verdaderamente le importaba, su m¨²sica, la que escribi¨® ¨¦l y la que recogi¨® en los remotos montes africanos, un antrop¨®logo minucioso del producto sutil de la memoria silenciosa de esta gente.
Por la m¨²sica hizo un viaje, ¨¦l, que no quer¨ªa moverse de su aposento humilde en la calle de Campoamor de T¨¢nger. Fue a Madrid, donde sus editores le prometieron un concierto que incluyera la m¨²sica de su creaci¨®n; vino con su gran amigo Abdelouahid Boulaich, y lo hizo tambi¨¦n con un prop¨®sito: curarse. Ten¨ªa problemas ¨®seos, y asimismo el tiempo le hab¨ªa da?ado los ojos; le acompa?amos al Doce de Octubre, y en ese hospital vio sucesivamente a los doctores Jos¨¦ Toledo y Alberto Portera; los enfermeros le llevaron en volandas de un sitio a otro de la cl¨ªnica.
?l preguntaba, desde la edad ya octogenaria y desganada desde la que ya parece que nunca m¨¢s van a hacerse preguntas: "?Me curar¨¢n aqu¨ª?". El doctor Portera le anim¨®, con esa campechan¨ªa con que los m¨¦dicos son capaces de revivir la esperanza del que ya dice adi¨®s.
Hab¨ªa algunas memorias madrile?as, como la de su gran amigo Emilio Sanz de Soto, que le ataban al optimismo de seguir existiendo y, aunque se manifestaba descre¨ªdo y ausente, siempre ten¨ªa ganas de seguir, porque en el fondo de su recuerdo estaban la m¨²sica y los amigos. En T¨¢nger ten¨ªa, dec¨ªa ¨¦l, la residencia, pero la verdadera residencia era el cuerpo, y ¨¦ste ya estaba absolutamente astillado.
Esto ocurri¨® hace cinco a?os; los que acompa?aban a Bowles cre¨ªan estar acompa?ando a un anciano, y su pesimismo era tal que parec¨ªa que en cualquier momento se iba a deshacer aquel hombre que parec¨ªa un p¨¢jaro y adem¨¢s caminaba y com¨ªa como un p¨¢jaro d¨¦bil. Pero cuando nos dimos cuenta de que Paul Bowles no era un anciano, sino un ni?o, fue cuando el doctor Portera le dej¨®, al fin, solo en el ascensor que deb¨ªa conducirle, absolutamente solo, a la planta de las pruebas. Entonces, Paul Bowles, el melanc¨®lico bohemio, el hombre que encontr¨® en el sur del mundo la venda para las heridas del hast¨ªo del norte, nos mir¨® a todos con la mirada desamparada e implorante del ni?o que no sabe de qu¨¦ se despide, y ese gesto de Bowles es el que nos hizo abrazarle para siempre.
Babelia
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